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16 abril, 2024

Astillero

Ley de Represión Interior

Sincronía marcial: a unas horas de que iniciaran las campañas electorales, que en 2018 renovarán los poderes federales en los ámbitos ejecutivo y legislativo, y los locales en varios estados, la maquinaria oficial apretó el paso para avanzar en la aprobación, sin más consideraciones de fondo, de la muy impugnada Ley para la Represión Interior (oficialmente, Ley de Seguridad Interior, LSI).

En el Senado, a la hora de entregar esta columna, el pleno regresaba de un receso calculado para dar tiempo a que, en sesiones paralelas de comisiones se aprobara el dictamen sobre lo que a su vez había sido votado por mayoría en la Cámara de Diputados el pasado 30 de noviembre.

Ante la cantidad y calidad de las objeciones, nacionales e internacionales, a la Ley de Seguridad Interior, el oficialismo puso en juego su sabida treta de convocar a diálogos de utilería, “escuchando” a activistas y organizaciones civiles e igualmente, en sus sesiones formales, a la oposición partidista, con el resultado predeterminado de que toda argumentación fuera arrollada por la plancha del mayoriteo numérico.

La plenaria senatorial habría de terminar en la madrugada de este jueves y con la aprobación de “cambios” secundarios a dicha Ley, para proclamar que sí se habrían atendido algunas observaciones de los opositores.
En diciembre de 2006, Felipe Calderón Hinojosa inició, en su natal Michoacán, la “guerra contra el narcotráfico”, en busca de legitimar su gestión en Los Pinos, obtenida mediante fraude electoral.

En diciembre de 2017, Enrique Peña Nieto ha ordenado la aprobación de la peligrosa LSI, en busca de dar marco jurídico a la acción de las fuerzas armadas para enfrentar “disturbios” de diversa índole, que con facilidad provocada pueden incluir los electorales y de protesta social, aunque en la letra jurídica los cerrajeros gubernamentales juren que pondrán candados para evitar tales riesgos de enderezar las armas oficiales contra el ejercicio de derechos y libertades ciudadanas.

La aprobación de la LSI significa un salto enorme hacia el control armado de la población, justamente cuando el enojo hacia las formas corruptas de representación política podrían derivar el año entrante en un voto masivo a favor de la única opción relativamente distinta, la encabezada por Andrés Manuel López Obrador.

La orden ejecutiva de Peña Nieto a sus operadores legislativos, para sacar adelante la LSI a cualquier costo político, no es una ocurrencia ni una obsesión vacua.

Los secretarios de la Defensa Nacional y de la Marina han apremiado, en tonos distantes de la neutralidad política que por institucionalidad deberían mantener, a que dicha ley fuese autorizada. No es exagerado decir que Peña Nieto ha actuado bajo un virtual ultimátum de los jefes militares que en teoría le deben obediencia irrestricta (ese activismo castrense dificultaría el último recurso para impedir la entrada en vigor de la LSI, que consistiría en que Peña Nieto ejerciera un veto contra dicho ordenamiento).

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Tampoco se trata, como mucho se ha argumentado, de legalizar lo que hasta ahora esas fuerzas armadas han hecho de manera ilegal (esa virtual confesión de que se han realizado múltiples acciones violentas, sin sustento jurídico, debería llevar, en un país en el que hubiera estado de derecho, a la imposición de castigos a los responsables, civiles y militares, de violar la ley de manera sistemática y con consecuencias desastrosas para la población).

El objetivo de la LSI no está en el pasado, ni en reivindicar lo ya hecho, sino en el futuro y, específicamente, en lo inmediato: que las fuerzas armadas cuenten con el “marco jurídico” adecuado para actuar contra el crimen organizado (cuyos nexos y beneficios alcanzan a los poderes políticos, integrados en un binomio mutuamente protector) pero, sobre todo, contra los previsibles estallidos de inconformidad social por motivos económicos, políticos y electorales.

La gravedad del tema de la LSI ha dejado en segundo término la polémica suscitada por la alianza electoral entre Morena y el Partido Encuentro Social (PES). Aun cuando también provoca objeciones la textura real del Partido del Trabajo, teóricamente de izquierda, pero cargado de un pragmatismo mercantilizado, la mayor preocupación respecto a la coalición denominada “Juntos haremos historia” (Morena, PT y PES) se refiere a Encuentro Social, un partido de derecha extrema, desbocadamente opositor a la legalización del uso de la mariguana, de la interrupción voluntaria del embarazo y del matrimonio entre personas del mismo sexo.

A la recolecta casi indiscriminada de personajes políticos distantes de las posturas iniciales del partido que proclama la regeneración nacional se ha añadido ahora el citado PES, con su bagaje conservador y un historial en el que se cuentan patrocinios y relaciones con miembros de la élite política hidalguense, en particular con Miguel Ángel Osorio Chong, a cuyo supuesto enojo por el destape de José Antonio Meade se carga la búsqueda de una alianza extraoficial con el lopezobradorismo, por la vía de su brazo partidista evangélico y muy práctico, el PES.

El revuelo adverso causado por esa asociación con el PES podría ser frenado aún (Morena cedió el 25 por ciento de las candidaturas federales de mayoría al PT y otro porcentaje similar al PES), pues López Obrador sólo firmó ayer el acuerdo con los otros dos partidos a tículo casi individual, por estar “en tránsito” de la presidencia de Morena a la precandidatura presidencial.

Hoy, la sucesora, Yeidckol Polevnsky, podría confirmar o no esa coalición tan derechista.

Y, mientras la actriz y productora Salma Hayek ha dado a conocer lo que vivió ante el acoso sexual del productor de Hollywood, Harvey Weinstein (su “monstruo” de la veracruzana), en un texto en el que relata las múltiples y abusivas trabas, relacionadas con la película sobre Frida Kahlo, y otras maniobras, “invitaciones” y agresiones del productor, en busca de forzada satisfacción sexual (https://goo.gl/Xii4zn ), ¡hasta mañana!

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