Los retornos a Tepetitán suelen repetir el mismo patrón: mirar la casa del abuelo y contemplar las paredes que habitaron sus padres. Los regresos a Tepetitán suelen redundar en un esquema semejante: abrazar, besar y estrechar las manos de los tepetitecos. Las vueltas a Tepetitán, sin importar que la pauta sea idéntica, representan para Andrés Manuel López Obrador la reconstrucción del ayer: de su pasado niño, de su pasado río, de su pasado libre.
En la libertad de Tepetitán, ya sea en el Tulijá o en Pucté, río y laguna, perdió la cuenta de los chapuzones y clavados. Lo único que está presente en él es el grito de Manuelita Obrador, que al tiempo que cerraba la tienda, el negocio familiar, hacía un pase de lista entre sus hermanos: Joosé Raaaamón, Andrés Manueeel… Una vez reunidos, todos iban a la casa de la calle Hidalgo.
Es un ritual. En la víspera de cada elección presidencial (2006, 2012, 2018) Andrés Manuel retorna a casa, regresa a Tepetitán, vuelve a merodear las paredes arruinadas de la vivienda que moró en la infancia. Esta vez y siguiendo el guion, AMLO, una sigla de cuatro letras acuñada por el periodismo, ha señalado la casa que vivió su abuelo José Obrador y la habitada por sus padres y hermanos. Ambas construcciones están cerradas: la primera se conserva más que la segunda. Frente a esta última, Obrador muestra los muros vetustos a Beatriz y a Jesús, esposa e hijo. Aquí habrá de resumir que sus padres se dedicaron toda una vida al comercio, “con mucho orgullo”.
La antigua morada de la familia López Obrador está cerrada con maderas y láminas. Por los años de abandono el techo se ha caído y la maleza crece entre las paredes que alguna vez fueron blancas. Beatriz espía por una rendija y quizás imagine el hogar que formó Andrés López y Manuela Obrador. Es probable que al hacer una retrospectiva recree aquello que dicen las crónicas con testimonio del padre: que Andrés Manuel no quería nacer, y que “Manuelita” padeció tres días de parto que concluyeron un 13 de noviembre de 1953, en un Tepetitán que no superaba los trescientos habitantes. En el tiempo que dura la contemplación del inmueble en abandono, ha trascendido entre los tepetitecos que “el licenciado” (así le dicen) está en el pueblo. En los próximos minutos le rodearán, le aplaudirán y le videograbarán. Llegarán caminando, en bicicletas y en motocicletas; lo harán acomodándose el sombrero, retocándose la cara y abotonándose la camisa, sin perder la oportunidad de “bendecirlo” y recordarle que no se olvide de sus raíces, “tan” profundas como las raíces que crecen entre los ladrillos de la casa en ruinas.
Entonces les dirá que “no levita”, que “no cambiará”, que “es honesto”, que el poder político “no lo ha mareado”.
Pero mientras llegan ante “el licenciado”, Tepetitán está repleto de propaganda con el nombre de AMLO, un pueblo en donde se oyen esos ecos del ayer y esas resonancias de Manuelita trepándose al cayuco para ofrecer mercancías, como los quesos “sabrosos”, que los más longevos aún evocan.
Nobles corazones
Esos mismos ecos y resonancias desentierran el pasado y traen al presente el que los padres de Andrés Manuel practicaron la filantropía: que vestían y calzaban a los pobres, que ejercieron el altruismo hasta el último día en Tepetitán, antes de emprender otros caminos que los llevaron a Villahermosa y a Palenque.
José Domingo Ruiz contó la nobleza de estos “corazones”, en esos años de carencia en el pueblo, en esa mitad del siglo XX en el que los tepetitecos llamaban a Andrés Manuel “lombriz de tierra” por su delgadez. De esto hablaría Sebastián Nieto, un tepetiteco curtido en la política.
En 2006 conocí a Josefa Núñez García. Había llegado a Tepetitán para escribir un poco de historia en esta tierra y agua de López Obrador (retornaría en los siguientes años con el mismo propósito) ante el pronóstico de un triunfo en la elección presidencial. Con ochenta años a cuestas Josefa esperó “la victoria que no fue”, si retomamos el título del libro que publicarían después los periodistas Alejandro Almazán y Óscar Camacho. La mujer longeva pedía en esos ayeres más “vida” para verlo en televisión con la banda presidencial. Miles murieron en el país, y ya no pudieron testificar el sueño de Josefa.
Rodeada por los hijos, su perro “lobo” y el recuerdo de su esposo Jorge, la anciana cerró los ojos, unos ojos que por edad se achiquitan por varios minutos para ver correr al niño Andrés Manuel en el patio de la casa. Su hogar. En esa oscuridad de tener los párpados abajo, como cortina de tienda, Josefa lo ve correr, comer queso, beberse la leche de las dos “vaquitas” que ella y su “Jorge” contemplaban, como sinónimo de patrimonio, y como si las vaquillas fueran aquel gallo en “El coronel no tiene quien le escriba”. “Era un comelón”, dirá al hacer otro esfuerzo (sigue con la cortina abajo) al mirarlo comer y andar, con su trajecito limpio y planchado. En esta casa, una alianza de vírgenes está a disposición de López Obrador: la del Carmen y la Guadalupana: “A ellas se lo encomiendo”, expresará, seguido de un silencio y unas lágrimas. Esas mismas lágrimas ligeras, pero con mayor abundancia, se liberaron de la represa de estos ojos cuando Manuelita, “mujer devota”, el señor Andrés y los hijos, salieron de Tepetitán (“lugar entre cerros”); quedando atrás el parque Juárez y la iglesia de La Asunción. Al levantarse los párpados dice: yo le lavaba la ropa al niño Andrés Manuel. Eran unos trajecitos “hermosos”.
Tradición de comerciantes
La siguiente parada de los López Obrador fue Villahermosa, la capital de Tabasco. Sin perder la tradición de ser comerciantes abrieron una tienda de telas en la esquina de las calles Bastar Zozaya y Primavera. Andrés Manuel no perdió el estilo traído de Tepetitán; aprovechando el que su madre también vendía ropa -tenía 14 años-, AMLO empezó a usar un saco azul rey, que era su “quita y pone” en los días de frío y lluvia. Era 1968. En el país había una revuelta de estudiantes, y en Villahermosa Andrés Manuel caminaba con glamur, un glamur que perderá luego, cuando emprenda “su lucha social”. Esta imagen o moda en él facilitó el sobrenombre que habrían de usar en la colonia para rebautizarlo en esta franja de la ciudad: “El americano”, un estilo que lo hacía ver como estadounidense, ese estereotipo de los años cincuenta. Estos recuerdos están presentes en la memoria de Dalia Martínez de Escobar en la víspera de la elección presidencial. Si Andrés era un catorceañero, Dalia era un año menor. En ese entonces, estos contemporáneos dialogaron y creció una amistad.
“Abajo del saco se ponía una camisa polo, y lo combinaba con un pantalón de mezclilla”, dice al sacar del baúl de los recuerdos este fragmento. Aún puede verlo, si busca entre su memoria, atravesar la tienda para ir a su casa.
Muchos tiempos
Andrés Manuel relatará después (sigue en Tepetitán) esa infancia en la que jugó beisbol en el rancho de la familia Domínguez. En una narración en la que se conduce por muchos tiempos, habrá de rememorar sus caminatas por los camellones chontales, el día en que fue golpeado con un macanazo en un pozo petrolero de Nacajuca, los días de éxodos a la ciudad de México, las horas en que fue “muy rebelde”; y todos esos recuerdos los comparará con, lo que dice él, “su tolerancia” de hoy.
Frente a los vestigios de su vivienda tepetiteca, esa casa blancuzca, López Obrador ya no es aquel niño remojado por el Tulijá o ese hombre de pelo oscuro. Encanecido, sin perder la mirada de lo que una vez fue la puerta o la entrada, se guarda las palabras para quizás pensar en lo que siempre ha soñado: ser Presidente.
Si del inmueble en deterioro saliera una voz es probable que sea ésta, la del padre, ese anciano de bigote largo que rememora los días de parto de Manuelita: “por eso lo quise mucho”…
Kristian Antonio Cerino
Grupo Cantón