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diciembre 05, 2025

Voces

¡Ya no puedo más!

Pastor, ¿esta semana tendrá un espacio en su cargada agenda para mí? Me gustaría platicar con usted.

En los ojos de ella se miraba el cansancio, la frustración y la tristeza.

¡Es que parece que me voy a volver loca! exclamó.

Por un lado, mi esposo está enfermo de Alzheimer y, por otro, está mi padre, a quien tengo que cuidar por su edad.

No acepta sus limitaciones físicas.

Hay una forma de amor que no aparece en las canciones románticas ni en los sermones heroicos: el amor del que cuida.

Ese amor que madruga para preparar medicamentos, que limpia heridas, que repite con paciencia una frase que no será comprendida.

Cuidar a un anciano o a un enfermo de Alzheimer no es solo un acto de ternura, es una forma de cruz y de amor abnegado.

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El cuidador vive entre la esperanza y la extenuación.

No es raro escucharle decir: “Ya no puedo más”. Sin embargo, cada día vuelve a empezar.

La sociedad los mira de lejos, como si el sacrificio fuera parte natural de su rol, sin reconocer que detrás de esa entrega hay noches sin descanso, frustraciones y una profunda soledad.

Es el cansancio del alma, más que del cuerpo.

El deterioro del ser querido se convierte en un espejo que refleja la fragilidad de la vida.

Ver cómo la memoria se disuelve en los ojos del padre o de la madre que ya no recuerda el nombre del hijo es presenciar una muerte lenta, donde el duelo se adelanta al fallecimiento.

Esa lenta despedida deja cicatrices invisibles, pero reales.

Pablo escribió:

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“No nos cansemos de hacer el bien” (Gálatas 6:9). No como un mandato frío, sino como un recordatorio de que el bien, cuando cansa, sigue siendo bien. El cansancio no es pecado; es señal de amor invertido hasta el límite. Y cuando el amor llega al borde del agotamiento, la fe lo sostiene desde abajo, como manos invisibles que evitan la caída.

Jesús también conoció esa soledad del que cuida.

En Getsemaní, mientras sus amigos dormían, Él velaba, sudando angustia. Comprende, entonces, al que vela junto a una cama, al que ora con paciencia, al que ama sin reconocimiento o celebración.

Cuidar no es heroísmo; es humanidad en su forma más pura.

Por eso, quien cuida necesita también cuidado. Necesita que alguien le escuche, le abrace, le diga:

“Está bien estar cansado”.

Porque el amor que se agota no deja de ser amor, y a veces, amar también duele.

Reflexión final:

En cada cuidador está el reflejo invisible y silencioso de la gracia de Dios, sosteniendo la vida donde otros ya no pueden. Y eso, aunque el mundo no lo aplauda, es uno de los milagros más profundos de nuestra época, donde muchos abandonan y se olvidan de los más necesitados.

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