Un soldado regresa del frente. No tiene heridas visibles, pero dentro de él sigue librando batallas. No duerme bien, su corazón se acelera con cualquier ruido, se espanta, su mente revive escenas pasadas. Lo llaman “fatiga de combate”: cuando la guerra externa terminó, pero la interna no.
Nosotros también conocemos esa sensación le llamamos “TRANSTORNO POSTRAUMATICO”. No vestimos uniforme militar, pero peleamos en frentes cotidianos: pérdidas, duelos, deudas, enfermedades, violencia, cansancio acumulado. Y aunque seguimos de pie, por dentro estamos agotados. No es solo fatiga física, es un desgaste del alma y caos irracional de nuestro ser interior.
Jesús conoció esa realidad en la gente de su tiempo: campesinos, viudas, enfermos, oprimidos por cargas que los superaban. Por eso dijo: “Venid a mí los trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. Ese llamado es más que una invitación piadosa; es un desafió transformador.
Los especialistas en trauma señalan tres pasos esenciales para sanar:
1. Seguridad: entender que ya no hay peligro.
2. Memoria sanada: resignificar el pasado para que no gobierne el presente.
3. Reconexión: volver a pertenecer y recuperar esperanza.
Cristo ofrece esto y más. Su abrazo es seguridad; su cruz transforma nuestras memorias; su iglesia es comunidad donde se reconstruye la confianza. El descanso de Jesús no borra las cicatrices, pero les quita el poder de esclavizarnos.
Pensamiento para el bolsillo: La fatiga de combate no se supera peleando más fuerte, sino descansando en la gracia de Él, que nos dijo: En el mundo tendréis aflicciones, pero confiad, yo he vencido al mundo. S. Jn 16:33.
Desafío de la semana: dedica cinco minutos diarios a la quietud. Respira profundo y ora: “Señor, aquí está mi fatiga y todos mis terrores. Enséñame a descansar en ti”. Ese pequeño hábito será tu refugio en medio de la batalla.
