Es alucinante cómo una foto puede significar tanto, e infligir menudo dolor -e indignación- a un pueblo entero.Y a la credibilidad de las instituciones…
La imagen de Emilio Lozoya quitado de la pena en un lujoso restaurante de la Ciudad de México, siendo que fue extraditado de España para pagar aquí por sus transas en PEMEX, confirma (de entrada) una terrible verdad: No siempre, la ley es lo mismo que la justicia.
Lozoya es responsable -confeso, incluso- de lo que se le acusa (Agronitrogenados y Odebrecht); sin embargo, no es castigado no solamente con una condena acorde con sus faltas aún, sino en el propio trato que se le da mientras se resuelve su situación.
Se acogió al “criterio de oportunidad” que contempla la ley (¿es parejo?), ofreciendo que denunciaría a los cómplices.
No cumplió.Tras la fotografía, se dijo que tiene hasta el 3 de noviembre (FGR le prorrogó plazo) para presentar pruebas.
El arraigo de Lozoya es para que no salga de la capital. Debe ser usual.
Don Emilio está dentro de la ley, aunque como declaró el presidente Obrador, el privilegio de su libertad no es moral.
No da la impresión de dirimirse culpabilidad o inocencia, sino -como tantas veces- quién tiene más dinero y recursos para imponer una u otra, sin importar la verdad.
Y esto, trasladado a ciudadanos sin posibilidades de defensa, se traduce en que puedan ser los únicos a quienes los jueces hallen imputables.
A Rosario Robles, una conspicua colaboradora más de EPN, por las mismas razones que Lozoya, tampoco la autoridad es capaz de probarle algo.
México no es el único lugar donde norma jurídica y justicia toman frecuentemente caminos diferentes, pero sí en el que los delincuentes exhiben cínicos su impunidad.
Lozoya se negó a comparecer para responder la demanda de la periodista que tomó la foto (Lourdes Mendoza), a la que había señalado de recibir como soborno una fina bolsa Chanel, alegando que estaba arraigado.
La foto de la desesperanza.