La corrupción es, sin lugar a dudas, una de las mayores preocupaciones de los mexicanos y el mayor reto que tenemos por delante. Nos impide consolidarnos como un país justo e incluyente y, por supuesto, frena el desarrollo. Es un cáncer que no distingue nivel social, económico o político.
Además, la corrupción tiene un precio muy alto. De acuerdo al Instituto Mexicano para la Competitividad, las estimaciones de los costos económicos derivados de la corrupción oscilan entre los 400 mil millones y los 2 billones de pesos. Estas cifras son indignantes, por lo tanto, como sociedad deben convocarnos a promover acciones que lleguen hasta nuestro sistema político, repercutan en el presente, pero, sobre todo, en el futuro de México.
Nos encontramos en tiempos electorales y tal parece que la mejor estrategia para incidir en la decisión de los votantes es adjudicar las causas de este fenómeno a ciertos sectores de la sociedad.
Afirmar que quienes generan 9 de cada 10 empleos son los responsables de este cáncer es una declaración irresponsable y que polariza a la sociedad. Es cierto que la voluntad política del Ejecutivo Federal es imprescindible para combatir la corrupción, pero la realidad es que este hecho no es la única solución. La respuesta está en el marco institucional y en la formulación de políticas públicas modernas y eficientes.
Lo que de verdad no abona al diálogo, ni ayudará a impulsar el desarrollo que necesitamos es achacarle los males de México a quienes promueven el dinamismo de nuestra economía: los empresarios. Si de verdad queremos soluciones, tenemos que comenzar por trabajar unidos como sociedad, no dividiendo, polarizando y enfrentando a la población entre sí.