En los últimos años, el término ecocidio ha irrumpido con fuerza en el debate ambiental. Es una palabra cargada de potencia ética y jurídica: no habla de cualquier daño, sino de aquellos que ponen en jaque ecosistemas completos y, con ellos, la vida humana.
Se propone incluso como un crimen internacional, al mismo nivel que los crímenes de lesa humanidad.
Pero ese mismo poder ha hecho que muchos lo usen como etiqueta para todo: desde un proyecto de infraestructura hasta una tala menor, pasando por cualquier intervención humana en el entorno. Cuando todo es ecocidio, nada lo es.
Llamar “ecocidio” a cualquier impacto ambiental es un error estratégico. No solo se falsea la dimensión real de los problemas, sino que se genera un efecto de saturación: se desgasta la palabra. Es como en el cuento de Pedro y el lobo: si se grita ecocidio en cada proyecto, cuando de verdad ocurra —la destrucción de un arrecife, la deforestación masiva o la contaminación irreversible de un río—, la sociedad ya no reaccionará con la misma urgencia.
Además, esta práctica abre la puerta a la politización del ambientalismo: usar el miedo como herramienta de presión. Se deja de hablar con datos y evidencia, y se pasa a un terreno de consignas que buscan ganar titulares o clics, más que proteger ecosistemas.
Las consecuencias del abuso
Pérdida de credibilidad: Cuando las afirmaciones no corresponden con los hechos, se erosiona la confianza de la ciudadanía en el movimiento ambiental.
Desensibilización social: Si todo es presentado como catástrofe, el público se acostumbra y deja de reaccionar.
Opacidad en las prioridades: Al reducir todo a la misma palabra, se ocultan los verdaderos problemas —como la deforestación agropecuaria, la contaminación de acuíferos o el cambio climático— que requieren atención urgente.
Instrumentalización política: “Ecocidio” deja de ser una alerta científica y moral, y se convierte en un arma de propaganda.
La pregunta central no es si debemos denunciar los impactos, sino cómo hacerlo con rigor. No todo daño ambiental es ecocidio.
Nombrar con precisión es una forma de respeto hacia la causa y hacia la sociedad. Diferenciar entre impactos mitigables, irregularidades administrativas y crímenes ambientales de gran escala es crucial para movilizar a la ciudadanía y sumar aliados.
La responsabilidad del activismo ambiental no es gritar más fuerte, sino argumentar con evidencia. Usar el término ecocidio solo donde corresponde fortalece la causa. Usarlo de forma indiscriminada la vuelve un ruido más en la arena política.
El ecocidio, entendido como crimen contra la naturaleza, merece ser defendido como concepto con todo su peso moral y jurídico. Pero esa defensa exige rigor. Porque cuando la naturaleza realmente enfrente crímenes de esa magnitud, necesitamos que la sociedad esté alerta, indignada y lista para actuar.
Si vaciamos la palabra de sentido, el día que ocurra un verdadero ecocidio, quizá ya nadie escuche el llamado.