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noviembre 23, 2024

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Astillero

Peor que en 1994

El signo distintivo del año electoral en curso es la violencia.

Hay una extendida sensación de fragilidad, a causa de la avanzada osteoporosis del aparato institucional, de los delitos de sangre dirigidos a la franja política y cívica, de la preeminencia de los poderes criminales y de la insuficiencia programática y operativa de las ofertas electorales disponibles.

Es peor que en 1994, cuando los desajustes en las cúpulas de los poderes (el político y el expresamente criminal, el del narcotráfico) fueron el telón de fondo de la ejecución de Luis Donaldo Colosio.

En aquel año funesto, la obtención de la candidatura presidencial priista equivalía a un triunfo casi en automático.

Lo que se disputaron en la élite del poder fue la postulación priista en sí, no el desenlace electoral favorable, que daban por sentado.

Hubo entonces un adelanto ahora recuperado y potenciado: el voto del miedo.

 Luego de ver el derramamiento de sangre y los reacomodos cupulares, muchos mexicanos se refugiaron en el voto de supervivencia, en el sufragio que buscaba que las cosas no se desbordaran, en que el “sistema” impidiera un posible caos.

Enrique Peña Nieto no cuenta con la perversa habilidad efectiva que tuvo Carlos Salinas de Gortari en 1994, y José Antonio Meade Kuribreña nunca ha tenido garantizada, en automático, la victoria electoral: todo lo contrario, el pentasecretario de Estado cumple fatigosamente con una agenda electoral desvaída, que no convence ni estimula, asido de forma significativa a las mejores perspectivas propagandísticas de su esposa, la pintora Juana Cuevas, a quien la estrategia digital transferida de Los Pinos a la campaña priista, con Alejandra Lagunes como enlace ejecutivo, ha pretendido convertir en estrella civil compensatoria.

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A diferencia de 1994, los poderes truculentos están partiendo desde abajo, con un “Pepe Mid” que no levanta, un Ricardo Anaya en busca de que el sistema lo asuma como la opción B (que ya no pudo ser la desvaída Margarita Zavala, con todo y que consiga nebulosamente su candidatura independiente de segunda división) y, sobre todo, frente a un Andrés Manuel López Obrador contradictorio y autolesivo en temas ideológicos y en reciclamientos de chatarra de otros partidos pero, a pesar de todo (y eso da una medida de su “peligrosa” pujanza real, a menos de seis meses de la hora de las urnas), fuerte, enraizado y vigente en amplios segmentos de la población a los que no importa la absurdidad de ciertas declaraciones, de varias precandidaturas y de postulaciones a su eventual gabinete sino la esencia antisistema que mantiene en lo alto el polémico personaje tabasqueño.

Los Pinos no pelea hoy con la esperanza de que determinados ajustes internos, por sangrientos que fueran, le reinstalen en una ruta “victoriosa” (como en 1994).

De nada serviría cambiar a Meade por Aurelio Nuño, pues la figura del exsecretario de Educación podría resultar incluso más anémica y generaría una polarización que, al menos hasta ahora, Meade ha evitado.

No hay, en el horizonte priista, ningún personaje que pueda evitar una catástrofe electoral por vías más o menos naturales y pacíficas.

Las marcas PRI y Peña afectan de manera insalvable a cualquiera que lleve los tres colores tradicionales en la boleta.

El fondo del problema está en Los Pinos. Y también las formas de presunto salvamento desesperado.

Esta vez, los poderes confabulados solo pueden aspirar a mantenerse en la Presidencia de la República mediante un fraude electoral. Pero es previsible que ese fraude deba ser más aplastante que nunca, con el EdoMex-2017 como desbocado antecedente y con un descarado uso de recursos militares (la Ley de Seguridad Interior), presupuestales (los secretarios de estado y directores como jefes de cuadrantes electorales y Vanessa Rubio como probable sustituta de Luis Miranda en la Sedesol electorera), criminales (los cárteles y la delincuencia común como drásticos inhibidores de oposiciones y amables financistas de campañas), mediáticos (el mayor doblegamiento de los medios, con los convenios de publicidad como uno de los instrumentos disponibles), judiciales (el tribunal electoral federal y el instituto electoral plenamente dispuestos a la convalidación de lo fraudulento, incluso la previa aceptación del uso de tarjetas para el reparto de promesas o regalos) e internacionales (la grotesca administración Trump como aliada contra el lopezobradorismo, incluso con un asesor de la Casa Blanca advirtiendo ya de la “injerencia” del factor ruso para “polarizar” la elección mexicana).

De este coctel electoral ominoso están resaltando en estos días sus ingredientes de violencia física: ataques mortales a miembros de la clase política, hasta ahora en niveles de relevancia regional (que a la vez conllevan avisos para otros niveles) e impunidad creciente (que hace ver a los ciudadanos que cualquiera puede ser alcanzado por esa violencia: ejecuciones, masacres, asaltos en vía pública y, con el inicio de año, a tiendas departamentales).

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Si este tren continúa avanzando como hoy es visto, la estación electoral del primer domingo de julio ha de verse como un espejismo.

Meade debería desmarcarse con claridad de la transexenal pretensión caciquil de Los Pinos y plantear como propuesta algo que no sea la continuidad del esquema priista socialmente repudiado (hasta en los dislates hay mimetismo).

 Anaya podrá seguir simulando una opción de cambio, pero la suma de sus factores partidistas negativos apenas le alcanzan para la maquinación propagandística.

Y López Obrador tiene ante sí la evidente disposición institucional para el fraude, ante lo cual debería pasar del trasiego electoral a la organización de la resistencia ante el cantado intento de golpe “democrático”.

Y, mientras el exgobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle, ha declinado su sabidamente falsa pretensión de ser candidato presidencial panista, con la expectativa de que su esposa sea negociadamente postulada al mismo gobierno poblano, ¡hasta mañana, deseando a los lectores un año de trabajo, esperanza, lucha y bienestar!

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