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noviembre 21, 2024

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Astillero

¡No a la Ley de Seguridad Nacional!

La presencia de las fuerzas armadas en las calles mexicanas no ha significado un retroceso en los niveles de inseguridad pública. Seguridad

No son ni remotamente proporcionales los resultados positivos derivables de la inversión de recursos humanos y económicos en el combate al crimen organizado (originalmente denominado por Felipe Calderón como “guerra contra el narcotráfico”, a partir de diciembre de 2006).

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Por el contrario, se ha adelgazado y, en muchos momentos y circunstancias, inhibido todo signo de viabilidad institucional jurídica y se ha sumido al país en un torbellino de muertes y sangre.

Hoy, en una sesión del Senado de la República, se tratará de dar un peligroso salto adelante en la estrategia de mantener a soldados y marinos fuera de sus cuarteles, en funciones de policía y seguridad pública e incluso con el riesgo de ser enviados a sofocar manifestaciones y protestas de índole social, política y electoral si hay algún asomo de “violencia” en esas expresiones o si se considera que significan riesgos para las actividades institucionales, todo a interpretación personal de quien ocupe la Presidencia de la República.

La pretensión de “legalizar” lo que evidentemente ha sido ilegal ha recibido múltiples objeciones por parte de organismos defensores de derechos humanos y libertades civiles e incluso de entes internacionales como la Organización de Naciones Unidas.

Hoy mismo habrá grupos de ciudadanos que expresarán, afuera del Senado, su rechazo a la aprobación de esa Ley de Seguridad Interior, ya palomeada en la Cámara de Diputados.

Sin embargo, la coyuntura electoral ha empujado a diversos factores de poder a presionar para que se “legalice” el uso del Ejército y la Marina frente a actos masivos que les parezca que pueden “perturbar” el orden interior.

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De aprobarse, se estaría colocando material explosivo en las manos políticas más impugnadas de las últimas décadas, las de Enrique Peña Nieto, quien está en plena comandancia ejecutiva de los planes para instalar a José Antonio Meade en la Presidencia de la República, como garante de una continuidad de los intereses de las cúpulas nacionales y estadunidenses.

En ese esquema de polarización desatada, el general Salvador Cienfuegos y el almirante Vidal Soberón realizaron ayer declaraciones públicas de corte eminentemente político, al rechazar de manera abierta las palabras exploratorias de Andrés Manuel López Obrador respecto a una eventual amnistía a miembros del crimen organizado, incluyendo a sus líderes.

Los secretarios de la defensa nacional y de la marina no se beneficiaron de la prudencia a la hora de tocar el tema de las propuestas hechas por el presidente de un partido, Morena, y virtual candidato presidencial puntero (hasta ahora) en las veleidosas encuestas de opinión.

Los pares de López Obrador, y otros personajes civiles, han criticado lo dicho por el tabasqueño, con la misma legitimidad que éste hizo el polémico sondeo perdonador, y habrá de ser la sociedad, y los votantes, a la hora de las urnas, quienes aprueben o desaprueben lo dicho por un político.

Pero no corresponde a los militares asumir una posición de abierta injerencia en los asuntos políticos y civiles.

A menos que justamente de eso se trate: de dar más presencia y protagonismo a los militares, para que vayan definiendo los temas que en estricto sentido no les corresponden.

El Partido de la Revolución Democrática (PRD) está, por sí mismo, en una etapa previa a la quiebra electoral.

No en riesgo de perder su registro, pero sí de mostrar sus nuevos montos comiciales, que le colocan en una categoría inferior a las que hasta ahora había sostenido, con altibajos, en su relación de dependencia respecto a figuras fuertes, tanto del “guía moral” Cuauhtémoc Cárdenas como del virtualmente también tricandidato, Andrés Manuel López Obrador.

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Sin ellos, y sin otras personalidades de respetabilidad (que también optaron por el retiro), se ha abaratado la vida política del partido que aglutinó a una izquierda priizada (proveniente de la escisión tricolor previa a las históricas elecciones de 1988 y de izquierdas tanto duras como blandas, en ambos casos con nula o poca viabilidad electoral).

La cruda realidad de las corrientes internas, volcadas en la eterna reyerta por el hueso y el presupuesto, ha llevado al PRD a escenarios menores, diluidos.

A cuenta y cuento de ese PRD devaluado, y de su propio cómputo personal, tan lastimado a lo largo de los cinco años recientes y, sobre todo, del sismo del pasado 19 de septiembre, Miguel Ángel Mancera pretende mostrarse en la mesa de ruleta del Frente Ciudadano por México con aires fanfarrones, pretendiendo que con las pocas fichas disponibles le pueda ser entregado el premio mayor de ese casino, la candidatura presidencial que con más fondos estadísticos (y con más tesorerías estatales disponibles), reclama otro fullero, el queretano Ricardo Anaya, especializado en que las apuestas de la casa panista siempre terminen beneficiándole a él, socio y amigo de la administración peñista y ahora, por necesidades del juego en curso, crítico y opositor circunstancial.

La obcecación de Mancera por la candidatura presidencial (con Alejandra Barrales en ruta de ser la abanderada frentista para la capital del país, lo cual debería ser una ganancia más que suficiente para el desfondado PRD) parece encaminada a tratar de dar color y sabor a una contienda interna que finalmente desemboque en la “legitimación” del citado panista Anaya.

Pero también es posible que Mancera esté cumpliendo un papel por encargo, el de obstructor de los acuerdos finales del citado Frente Ciudadano por México, aferrándose a una postulación a todas luces inviable (le sería muy difícil realizar campaña ante audiencias abiertas, sin control, en la que debería ser su base electoral, la Ciudad de México), para así ayudar a los propósitos divisorios del peñismo, que ha impedido con todo tipo de artes la eventualidad de alianzas electorales PAN-PRD que puedan ser dañinas a las estrategias autorizadas por Los Pinos.

¡Hasta mañana!  

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