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noviembre 26, 2024

Astillero

Fiscalía, ¿solidaria o distante?

-Riesgos y tentaciones
-AMLO: obras, no polémica
-Renuevan concesiones a TV

 

Con la vista puesta en lo que ha sucedido en otros países (Brasil, con Lula, para no ir tan lejos), el obradorismo busca eludir en lo inmediato, y evitar a largo plazo, la entrega de la próxima fiscalía general de la nación a un personaje ajeno a la visión política de la Presidencia de la República por entrar.

Sería un error histórico, alegan en ámbitos morenistas de primer nivel, apostar por un perfil de “pureza” apartidista (si lo hubiera), para dejar la procuración de la justicia en alguien distante, o incluso adverso, al proyecto obradorista avalado de manera impresionante en las urnas. Abrir las puertas a un “externo” significaría abrir las puertas a la tentación de instaurar procesos judiciales instigados por los intereses que afectara lo que se ha llamado La cuarta transformación del país.

Tentación empujable por factores internos y, sobre todo, externos.

Tal proteccionismo está chocando con el activismo de grupos que impugnaron la “fiscalía carnal” que Peña Nieto pretendía imponer, con el priista y enriquista Raúl Cervantes Andrade como aspirante a una facciosa fiscalía transexenal. En ese activismo, el anterior y el actual, han destacado las representaciones empresariales y de algunos membretes y ciudadanos largamente especializados en “representar” a la “sociedad civil”.

Luego de una negociación extensa con representantes legislativos del morenismo, esos grupos formalmente no partidistas han señalado que está en curso una propuesta de reformas legales que no satisface los acuerdos a que habían llegado. Es decir, que busca tener un fiscal a modo de Palacio Nacional.

La pelea de fondo será, en realidad, entre grupos cargados a la derecha, esencialmente proclives al antiobradorismo, que proclaman la necesidad de una autonomía real entre la nueva fiscalía y el gobierno que entrará en funciones el primero de diciembre, y el nuevo poder moreno que no desea correr ningún riesgo de golpes judiciales o maniobras de desestabilización (como ha sucedido en otros países) provenientes de entidades e intereses afectados por los nuevos poderes políticos.

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En mañana de lunes, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) colocó una videograbación en las redes sociales para declararse, como suele hacerlo, “bien y de buenas”. Aprovechó la ocasión para responderle a la revista Proceso por la polémica portada en que se habla, a partir de una entrevista con el académico y ex servidor público, Diego Valadés, del fantasma del fracaso que estaría rondando al gobierno federal por entrar. López Obrador consideró tal publicación como “muy amarillista, sensacionalista”.

Más allá del diferendo específico entre AMLO y Proceso, es de gran interés la reiteración, como política presidencial, de los rasgos de confrontación con periodistas que han caracterizado al tabasqueño durante su largo camino como opositor (con frecuencia atacado y calumniado) e incluso durante su intenso periodo como presidente electo.

Dijo el próximo jefe virtual del Estado mexicano: “Quisieran estarnos cuestionando y nos quedáramos callados. Tenemos que debatir de manera respetuosa, pero tiene que haber diálogo circular, libertades plenas para todos. Para el que critica en los medios y el que es criticado tenga el derecho a la réplica. Lo voy a ejercer siempre y que nadie se sienta ofendido”.

A juicio de quien estas letras escriben, sería plenamente justificada esa visión desde el flanco del opositor siempre perseguido e incluso, con menor fundamento, desde la postura del presidente electo, sujeto a presiones como nadie antes en esa tesitura. Pero tal argumentación no puede aplicarse en automático cuando se ejerce la Presidencia de México, el puesto de mayor poder por sí mismo e incluso, ahora, incrementado como nunca, merced a una extraordinaria votación a su favor que está concentrando en sus manos, en Palacio Nacional, el máximo control de las actividades públicas.

No debería montarse el presidente López Obrador el traje de guerrero en combate personal (para eso está su oficina de prensa) contra ciertas expresiones de periodismo que pudiesen ser o parecer excedidas, imprecisas o incluso tendenciosas. Hay una enorme desproporción entre el poder de las palabras de un presidente, más de este en particular, y las de una publicación, por equivocada o sesgada que fuera. Los personajes públicos están obligados a aceptar que su umbral de resistencia a la crítica debe ser más alto y amplio, en razón consustancial de su cargo, y que las reacciones sociales o partidizadas ante señalamientos descalificatorios de un presidente de la República pueden tener consecuencias estigmatizantes y violentas (más en una sociedad tan polarizada, como es la actual), más allá de las nobles intenciones de esclarecer o debatir.

En todo caso, lo que le corresponderá será demostrar con hechos, no con palabrería polemista, la profundidad y autenticidad de los cambios propuestos e informar con pulcritud sobre ellos, al igual que respecto a los obstáculos y frenos que fuera encontrando en el camino. Más que pelear con periodistas y por coberturas periodísticas, es de desear que AMLO sea capaz de desmontar el aparato de complicidades históricas entre los poderes político y periodístico, específicamente en cuanto a propietarios de medios de comunicación y negocios colaterales.

Una buena oportunidad de mostrar una legítima espada flamígera contra las meras cúpulas del poder periodístico está a la vista, por ejemplo, en el caso de la renovación de las concesiones de Televisa y Televisión Azteca, otorgadas virtualmente a última hora del sexenio que fenece, ¿acaso en una acción concertada con el próximo gobierno? López Obrador podrá ir más allá de las polémicas circunstanciales si con hechos políticos se muestra distante y justiciero de intereses televisivos criticados durante décadas, pero ahora, en campaña y en momentos de triunfo, convertidos en buenos aliados. Obras (desde la Presidencia) son amores, y no buenas polémicas.

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