Julio Hernández López
@julioastillero
Son dos realidades. La primera, innegable, es que la violencia criminal ha llegado en México a altos niveles estadísticos y vivenciales que son históricos. La segunda, que esa desbordada violencia secuencial ha sido aprovechada por los opositores al obradorismo para desplegar una campaña que busca mucho más que desacreditar el ejercicio gubernamental, al sembrar desde ahora la desesperada consigna de que el presidente Andrés Manuel López Obrador debe renunciar.
Minatitlán (con un gobernador morenista muy por debajo de las expectativas, el novato y descuidado Cuitláhuac García), ha sido el punto detonante de la mayor embestida propagandística contra el político tabasqueño al que hasta ahora sus adversarios no han podido desbancar de una calificación demoscópica tan positiva como inusual y, sobre todo, sustentante. Trece muertos en Minatitlán en un episodio estremecedor, lamentable y condenable, como parte del historial de horror que la nación ha conocido a lo largo de los doce años de estremecimiento cotidiano vividos bajo los “gobiernos” del funerario y fraudulento Felipe Calderón Hinojosa y del frívolo y corrupto Enrique Peña Nieto.
En cascada se ha producido una muy preocupante relación de hechos delictivos que de manera natural y fundada generan alarma en una sociedad esperanzada en que la nueva administración federal remedie el desastre heredado. La estrategia obradorista ha avanzado a medias: tiene la aprobación legislativa de la Guardia Nacional y ha nombrado a sus futuros mandos, pero faltan las leyes secundarias (que podrían tardar en su aprobación, o entramparse a un plazo indefinido) y, en ese contexto, la activación vigorosa de dicha guardia aún debe esperar, aunque en los hechos ya se realiza lo que es posible en la práctica, sin violentar el secundario proceso legislativo en curso.
A pesar de las evidencias de que López Obrador está actuando sobre una masa de profunda descomposición nacional que dejaron el priísmo histórico y Fox, Calderón y Peña Nieto en los años del presente siglo, y que aún no ha podido poner en práctica su plan de contención de la inseguridad pública, en días recientes se desencadenó una sucesión de hechos mediáticos y políticos que buscan responsabilizarlo clamorosamente de la patente escalada de violencia.
A partir de la visita del periodista Jorge Ramos, de Univisión, a una conferencia mañanera en la que discutió con el presidente López Obrador respecto a cifras sobre violencia que el primero manejó con veracidad y el segundo con imprecisión, se liberó una carga en internet y en espacios de opinión adheridos al pasado político que desembocó en una muy promovida etiqueta de Twitter que postulaba la necesidad de renuncia del presidente que aún no cumple cinco meses en el poder formal.
Es rigurosamente cierto que a las actuales autoridades pertenece la responsabilidad respecto a los sucesos nacionales. Las cuentas de mortalidad a causa de hechos violentos han sido históricamente asignadas a los presidentes en turno (el propio López Obrador lo hizo, como opositor). Pero en esta ocasión se está forzando una visión de supuesta falla extrema en el presidente que representa una esperanza y una visión de cambio profundo. Claro que puede fallar y eso debe ser denunciado y reprobado, si así sucediera.
Sin embargo, hoy, es necesario precisarlo, se está en presencia de una oleada artificial de presunto descontento popular, lo cual forma parte de un proyecto para desestabilizar al obradorismo. Una reacción de desesperación política que hasta ahora no ha encontrado una vía exitosa de desahogo. La violencia criminal probablemente estimulada, las amenazas abiertas (el Marro, en Guanajuato) y las campañas de confusión y desequilibrio, buscan alterar escenarios y generar una crisis temporal y circunstancial que sea propiciatoria de arremetidas en ascenso. Vale ver las cosas con cuidado, contexto y panorámica.
La profesora Elba Esther Gordillo Morales se ha visto beneficiada con una triple restitución histórica: le devolvieron la condición de inocencia completa en el tema de las acusaciones judiciales hechas en su contra durante el gobierno de Enrique Peña Nieto; está en busca de recuperar, por sí misma o por interpósita persona, la presidencia del comité ejecutivo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y el control de un nuevo partido, el de las Redes Sociales Progresistas (RSP), todo lo cual, aunque no se hiciera de nuevo del mando sindical, le reinstala en un sitial político y electoral de buen nivel; y, por último, pero no menos significativo, se le ha autorizado la plena reintegración de los bienes muebles e inmuebles que habían sido parte del proceso judicial antes mencionado. Lo cierto, sin duda, es que Gordillo Morales está de vuelta, con sus haberes políticos y materiales a salvo y con una gran posibilidad de incrementarlos en los años venideros. Toda una transformación (se habla de Elba Esther).
Así como el Partido Revolucionario Institucional pudo durante décadas albergar en su seno a facciones en pugna, que finalmente reconocían el mando y las decisiones finales del presidente de la República, hoy el gran poder de Andrés Manuel López Obrador no tiene mayor oposición atendible que la interna, con dos grupos en incesante choque, el del “opositor” Ricardo Monreal y la “oficialista” Yeidckol Polevnsky, que están en pelea por el control del partido hegemónico, Morena, y por las siguientes postulaciones a candidaturas a puestos de elección popular. A fin de cuentas, el vigoroso diferendo entre partes dará oportunidad al jefe máximo, López Obrador, de hacer ajustes, depurar filas, confirmar lealtades y mantener el control absoluto de esa organización, a la que se perfila a Bertha Luján Uranga como relevo de la muy desgastada Polevsnky. Luján cuenta con la absoluta confianza del político tabasqueño al que sirvió como contralora durante el gobierno capitalino obradorista; además, ha ocupado diversos cargos en la estructura de Morena y es madre de la secretaria del trabajo, María Luisa Alcalde Luján.