A un año del segundo terremoto histórico de la Ciudad de México (ambos, en un 19 de septiembre), los diferentes niveles gubernamentales y de organización social continúan entrampados: la parte institucional (el gobierno federal y los estatales involucrados) sin ofrecer soluciones de fondo, plena de muletillas y simulaciones pero incapaz de atender de verdad los reclamos y necesidades populares; y la parte ciudadana, bien organizada o con agrupaciones precarias, sin la capacidad de hacer valer sus demandas.
La desatención real del problema de los damnificados ha sido particularmente manifiesta en la administración federal, encabezada por Enrique Peña Nieto, y la de la Ciudad de México, originalmente bajo el mando de Miguel Ángel Mancera y, luego (ante el abandono de la responsabilidad de éste, para brincar a una senaduría propuesta por panistas chiapanecos), por el sustituto, José Ramón Amieva, mero encargado de apagar la luz del desastroso sexenio mancerista.
El pleno conocimiento de que no contaban ni contarían con verdadero apoyo de las estructuras gubernamentales, llevó a buena parte de la sociedad, particularmente a jóvenes hasta entonces bajo el infundado estigma de indolentes, a convertirse en partícipes heroicos en las tareas que se fueron requiriendo. Ese levantamiento cívico, ante la tragedia del sismo, fue un antecedente del levantamiento electoral que el pasado uno de julio significó un estremecimiento profundo del sistema político tradicional. En ambos casos, hubo un rechazo a políticos, autoridades y gobiernos.
La esperanza participativa detonada el pasado 19 de septiembre fue topándose lenta pero inexorablemente con la realidad aplastante del burocratismo, la ineficacia e incluso la apropiación rapaz, por parte de políticos y gobernantes, de los fondos recolectados para la ayuda a los damnificados. La esperanza electoral volcada en urnas el pasado uno de julio va topándose también con las trampas de la “macroeconomía”, las “reglas del mercado” y los condicionamientos de los grandes capitales.
Mediante giros expresivos que no siempre han sido suficientemente claros y precisos, López Obrador ha ido abriéndose paso entre esa maraña de intereses. Algunas de sus expresiones han generado amplia polémica, como la consideración de que, como otros, la impugnada secretaria federal, Rosario Robles Berlanga, es un chivo expiatorio.
Aún no se apagaba el fuego de esa discusión y López Obrador ya había producido otros dos momentos polémicos. En uno de ellos denunció que el país está en bancarrota (aunque varios días atrás había declarado, en consonancia con el dicho original de Peña Nieto, que México estaba en condiciones aceptables: “hay problemas, es público, es notorio, pero también se ha logrado que la transición se esté dando en armonía, con estabilidad, no hay crisis política. No tenemos una crisis financiera, no nos está pasando lo que está sucediendo en Argentina”).
También habló de haber hecho “el compromiso, y lo vamos a cumplir, de que vamos a respetar la autonomía del Banco de México, para que haya equilibrios macroeconómicos, que no haya inflación, y que si se dan esos fenómenos no es por culpa del presidente de la República, sino por circunstancias externas o por mal manejo de la política financiera que haga el Banco de México, no el gobierno de la República”.
La declaratoria de bancarrota, luego explicada en un contexto amplio, que incluye lo social y judicial y no solo lo económico, y el señalamiento anticipado de una presunta culpabilidad del Banco de México, han agudizado las prevenciones del sector empresarial y los grandes capitales respecto a las políticas obradoristas.
López Obrador volvió a tocar esos temas, insistiendo en la crítica a los medios de comunicación fifís, que, señaló, guardaron silencio durante décadas antes los abusos de los poderes económico y político: “La prensa ‘fifí’ saca de contexto las cosas, sacando las podridas, esa es su postura, porque desde hace mucho tiempo, desde el inicio de México como país independiente, han existido dos agrupaciones: liberales y conservadores”.
A diferencia del estilo casi bélico practicado con presidentes de otros países, Donald Trump mantiene un tono amable con el electo de México, Andrés Manuel López Obrador. Ayer, al informar su contento por el cierre de negociaciones para un acuerdo comercial binacional con México, el magnate neoyorquino dijo que ha sostenido varias conversaciones (“tremendas”) con el político tabasqueño y añadió: “Creo que vamos a tener muy buena relación, veremos”.
El “contento” de Trump por los “maravillosos acuerdos” con la delegación mexicana incluyó esta sugerente frase: “Queremos tener ayuda en la frontera porque tenemos las peores leyes de migración en la historia de la humanidad, pero hemos llegado a una conclusión con México”. Como es sabido, el habitante de la Casa Blanca ha buscado que México se convierta en su tercera frontera, de tal manera que en una parte de nuestro país (por decir algo, a la altura del Istmo de Tehuantepec, donde la siguiente administración mexicana desea construir un corredor transístmico) se convierta en el muro de contención que Trump ha querido instalar en la frontera norte mexicana. Una de las recientes ocurrencias del trumpismo pretendía entregar a México unos 20 millones de dólares, como gastos de operación para botar del país a unos 17 mil indocumentados centroamericanos.
Por razones históricas y geopolíticas, y en especial por el talante abiertamente depredador de Trump, es necesario saber las razones del contento y buena disposición hacia el próximo gobierno mexicano. En particular, es de relevancia conocer los acuerdos en materia migratoria y la relación de los proyectos obradoristas para el sureste mexicano, con las intenciones de contención migratoria de Washington. ¡Hasta mañana!