En materia de justicia y política no basta sólo con plantearse inocente: es necesario demostrarlo. Durante tantos años de escribir y analizar a nuestros políticos he constatado algunas de sus conductas recurrentes sin importar filiaciones partidistas:
1.- A las denuncias periodísticas reaccionan como fieras heridas, defendiendo sus territorios, sin explicar a satisfacción los señalamientos que los exhiben. Mucho más cuando se trata de elementos cuyos mensajes van dirigidos a favorecer a una causa contraria o están sujetos a las empresas en donde trabajan; suponen que éstos reciben líneas y negocian con las respectivas cúpulas.
2.- Desde luego, ignoran los sustentos porque se saben intocables, no sólo desde el gobierno sino también desde la oposición. Por ejemplo el caudillaje que recaló en el presidencialismo es equiparable al mesianismo de quienes, desde la oposición, se pretenden tocados por el dedo divino para redimir a México de sus males ancestrales así sea tirando piedras y escondiendo las manos. El caso más visible fue el del zacatecano Ricardo Monreal Ávila, por ahora adorador de López Obrador y jefe delegacional de Cuauhtémoc en la Ciudad de México, quien será recordado por denunciar, entre nosotros, la presencia fantasmagórica de los muertos vivientes. ¿Y por qué no habla de los posibles narcos favorecidos por los operativos en los que se les presenta como cadáveres?
3.- Pasado el tiempo, y cuando dejan de ejercer cargos o pierden convocatorias, comienzan a revelarse, con exactitud, cuanto de malo fue denunciado a tiempo sin tener el oportuno eco de la justicia; a veces la tarea se empantana porque saltan como chapulines de un plato a otro: tal es el caso de los falsos “izquierdistas” Manuel Camacho, Marcelo Ebrard y, sobre todo, el siniestro Manuel Bartlett.