Según medición realizada en 2015 por la organización Transparencia Internacional, seis mil millones de personas vivimos en países con serios problemas de corrupción.
No es para consolarnos. De 168 enlistados, México ocupa un lugar notable entre los más corruptos, con calificación reprobatoria de 35 puntos (en escala de 100 para los menos).
El problema es crónico: se dice que en la muy restringida Agenda Nacional de Riesgos es considerado el problema principal del país. Es una de las principales razones del “enojo social” de los mexicanos con las autoridades y de la pérdida de confianza en las instituciones.
Forma parte, sin duda, de las razones por las que en Quintana Roo tenemos hoy el cambio de colores partidistas en el gobierno estatal y algunos municipales.
Si los nuevos gobiernos realmente quieren significar el cambio, tienen la obligación de tomar la iniciativa para empezar a romper la camisa de fuerza que la corrupción representa.
Una corriente mundial por la transparencia puede ayudar: a nivel internacional se están estableciendo instancias ciudadanas autónomas y con autoridad moral -con estrictos criterios de seguimiento y evaluación de sus actividades- para certificarlos como Gobiernos Confiables.
Una vez certificados se recupera la confianza (y la autoridad) para recibir mayores recursos, captar inversiones a todo nivel y exigir el pago tributario de manera más equilibrada.
Cualquier otra cosa, por muy bien intencionada, se quedará a medias o será frustrada por la demoledora dinámica de un sistema descompuesto.
