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noviembre 27, 2024

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Puebla: capear la tormenta

Columna por Julio Astillero

La transición aspiracional que en México significó la llegada de los servicios de transporte personalizado mediante aplicaciones de telefonía móvil, específicamente Uber y Cabify, se ha degradado aceleradamente, conforme a la realidad de un país inmerso en la corrupción y la violencia.

Contrapuesto al riesgo histórico de los abusos en los cobros y el maltrato cotidiano a los usuarios, además de asaltos, secuestros, violaciones y asesinatos en el servicio tradicional de taxis, el nuevo transporte, “más seguro”, se instaló entre protestas, incluso violentas y delictivas, de los gremios tradicionales y los forcejeos y negociaciones de políticos y gobernantes que tenían intereses en el esquema clásico de las concesiones o que luego invirtieron en el nuevo sistema (recuérdese que, por ejemplo, el dirigente nacional del PRI, Enrique Ochoa Reza, ha reportado en su declaración patrimonial la propiedad de cincuenta automóviles dedicados al transporte de pasajeros, sin especificar si son taxis o pertenecen a las nuevas firmas).

Del súbito salto a una civilidad inaugural, con conductores abriendo las puertas a los pasajeros, amabilidad extrema, suministro de botellines de agua o dulces y tarifas aceptables, Uber ha pasado a una chirriante adaptación con la realidad mexicana (aunque, como en todo, subsisten las excepciones): el exceso de autorizaciones onerosas para prestar el servicio ha provocado que los conductores deban trabajar más horas y su buena disposición original se vuelva cansancio, hastío y deserción laboral; los modelos ahora permitidos son de rango inferior en cuanto a seguridad y comodidad y, lo peor, ante la salida de “socios” conductores originales, y la masificación de esos permisos o contratos, Uber ha abatido sus niveles de exigencia para los nuevos conductores, procesando al vapor las solicitudes y privilegiando que las unidades “trabajen”, sea como sea (el autor de esta columna es usuario frecuente de Uber y ha platicado en muchas ocasiones con conductores amables y francos, que le han relatado parte de lo aquí consignado).

A Cabify, en Puebla, le ha tocado enfrentar su propia crisis. Uno de sus conductores está involucrado como presunto responsable del asesinato de la joven Mara Fernanda Castilla, en un episodio que ha generado repudio a nivel nacional. Por lo pronto, en esa entidad se le pretende cancelar el permiso de operación a la citada Cabify, entre otras medidas efectistas (y favorecedoras de otros intereses y firmas) tomadas por el gobierno de Antonio Gali en Puebla, donde el secretario general, Diódoro Carrasco Altamirano (exgobernador de Oaxaca; ex priista, panista desde hace largos años), simboliza la continuidad en el mando de Rafael Moreno Valle, con quien ocupó el mismo cargo de virtual gobernador extraoficial.
Esa misma sensación de efectismo, de búsqueda de salidas a rajatabla, está presente en la narrativa oficial respecto a los sucesos que desembocaron en el asesinato de la joven Castilla. Aún cuando la linealidad descriptiva parece convincente en primera lectura, subyacen insuficiencias y grisuras que, sin embargo, ceden ante la premura gubernamental en centrar el asunto en una especie de “asesino solitario”, sin explorar opciones ampliamente sugeridas en redes sociales y en versiones poblanas, referidas a las posibilidades de que en el asunto estuviesen inmiscuidas redes de trata de personas, con Tlaxcala como sabido punto de referencia, o que fuese necesario indagar otros factores señalados por algunos de los acompañantes de la joven asesinada.

La investigación oficial sobre el asesinato de Mara Fernanda Castillo debe ser amplia, contundente y creíble. En Puebla y en Tlaxcala existen redes de interacción y protección entre empresarios, políticos y grupos delictivos. Los impulsos criminales de un conductor de Cabify pueden ser suficientes para cometer un asesinato como el sucedido en Puebla, pero también hay necesidad de que esa condición homicida individual sea plenamente comprobada.
Por otra parte, la indignación suscitada por el caso de la estudiante Castilla debería llevar a los gobiernos, como fue exigido en las marchas del domingo recién pasado, a declarar una emergencia nacional y a establecer mecanismos ágiles y eficaces para enfrentar la tragedia cotidiana de las desapariciones y asesinatos de personas, sobre todo mujeres. Quedarse en el castigo a Cabify (¿favoreciendo a Uber?) y en el procesamiento del conductor (sin ver más allá), sería tan solo capotear la tormenta con habilitaciones endebles, sin ir al fondo de un grave problema nacional.
Panamá ha aprobado la extradición de Roberto Borge, quien fue gobernador de Quintana Roo intensamente denunciado por ciudadanos a causa de abusos, enriquecimiento y corrupción mientras estaba en el poder. Como ha sucedido en otros casos (el más escandaloso, el de Javier Duarte de Ochoa en Veracruz), no hubo poder institucional que frenara tales acciones y a los presuntos delincuentes políticos se les ha permitido dejar el cargo y salir al extranjero, donde luego han sido rastreados y encontrados, para solicitar su extradición.
Ser extraditados tiene la gran ventaja, conocida y sugerida por los caros abogados de esos personajes, de que su procesamiento en México solo puede darse en los términos exactos consignados en la solicitud de retorno, sin que pueda agregarse más de lo ahí estipulado. A ello hay que agregar la siembra de “errores” procesales que pueden permitir a esos políticos recibir sanciones menores o, francamente, ser exonerados de algunas acusaciones, a título de “violaciones al debido proceso”.

Y, mientras Enrique Peña Nieto declara que no permitirá lucro político con la ayuda a damnificados de Oaxaca y Chiapas (con Aurelio Nuño, Rosario Robles, Miguel Ángel Osorio, José Narro, Alejandro Murat y Manuel Velasco, entre otros, volcados en el activismo redituable), ¡hasta mañana!

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