El gobernador Roberto Borge compro boleto para ser considerado por un buen tiempo como el villano favorito del respetable quintanarroense; hasta que la audiencia se canse o hasta que surja otro que exalte con furor renovado las vehemencias ciudadanas. Por lo pronto, todo lo indeseable que suceda será su culpa. Descuidó las formas y se lo ganó a pulso. Seguramente es responsable de varias culpas que se le atribuyen.
Una cosa es eso y otra muy distinta es no me… culpes por los orígenes raciales o territoriales que tengo. A estas alturas ya deberíamos saber (y actuar en consecuencia) que todo discurso discriminatorio por causas xenofóbicas termina por criar y estimular a los cuervos de odio. De la burla, la presión psicológica como exclusión, la marginación y el desprecio se pasa de manera fácil a la violencia física y el asesinato. En la historia de los mexicanos se sabe mucho de eso aunque nos deberían bastar, como antídoto, las estúpidas arengas de Donald Trump y los afanes racistas que se ciernen nuevamente sobre nuestras cabezas.
Es inaceptable, entonces, que los rencores contra Borge se quieran cebar por su condición de origen libanés. Lo he leído y escuchado en varios comentarios lo cual suena pernicioso por peligroso. El simple hecho de hacer mención una y otra vez del antecedente libanés acompañando al nombre propio no pinta como definición sino como calificativo. Como si fuera una falta social o una causa punible. No me queda claro si se hace referencia al “arbano” que representaba Joaquín Pardavé, al marchante que vende textiles en el centro de la Ciudad de México o a un militante aguerrido y bien pertrechado de Hezbolá. Lo que sí me parece es que, siguiendo esa lógica, tendríamos que decir repetidamente: el tabasqueño tal, el chiapaneco cual, fulano el veracruzano y mengano el chilango. Sale sobrando porque todo aquel que se asienta aquí sabe lo que significa migrar.