El crimen se saltó las trancas y agarró vuelo. Las instituciones públicas encargadas de la seguridad nacional se hacen ver pasmadas, rebasadas, incapaces de contenerlo, cuando no francamente inmiscuidas y cómplices. La percepción pública es que el Estado habría perdido la facultad constitucional de ejercer el monopolio de la violencia para garantizar la seguridad y la paz de los ciudadanos.
La secuencia de los hechos nos lleva simplemente al caos; al imperio impune del más fuerte. Por lo tanto, si las policías no pueden, que lo hagan los militares. Ese es el argumento que está en la superficie de la iniciativa para establecer la Ley de Seguridad Interior en el país. Ya está para su discusión en las Cámaras federales y ha sido presentada por el PRI y el PAN.
Para sus promotores y para las propias Fuerzas Armadas no es más que dar legalidad y certeza jurídica a un hecho que sucede en nuestra vida diaria. Particularmente desde 2010 en que el gobierno de Felipe Calderón sacó a los militares a la calle con la controvertida “Guerra contra el Narcotráfico”, su participación en acciones de seguridad pública se mantiene con altibajos y las tropas, en los hechos, no han regresado a los cuarteles.
Para sus críticos y detractores, la propuesta trae consigo el riesgo de otorgar Patente de Corzo a la milicia para que invada los controles de la vida pública, incluida la política, por las amplias facultades que se le estarán otorgando: desde hacer uso de cualquier método de recolección de información hasta la ejecución de todo tipo de operaciones que se consideren necesarias para combatir al crimen organizado y la corrupción. Sería la militarización consentida del poder, dicen, o peor aún, un Golpe de Estado silencioso.