Entre opiniones de marcados contrastes, se celebró dos días el natalicio de Miguel Hidalgo y Costilla, irrefutable héroe nacional por ser el iniciador de la Independencia de México; hecho que significó un parteaguas histórico, puesto que el mexicano tendría ya un libre albedrío y la autodeterminación de expresión y pensamiento, además –claro está- la capacidad de tener un gobierno autónomo y desarrollar sus propias leyes.
Con el pasar de los años, y ya contando con un gobierno independiente, el desarrollo del capitalismo fue haciéndose presente en la República. El mexicano podía ya trabajar en base a una remuneración económica y crear así su propio patrimonio; dejó de guiar su vida de acuerdo al régimen autoritario español y podía hacer con su tiempo lo que le dictara su propia voluntad. Ya podía decidir entre vivir en la miseria o apuntar a la prosperidad.
Hoy vivimos en un México con un sinnúmero de fracturas sociales y una enorme polarización político-ideológica. Cada estrato socio-económico dicta su propia realidad; hay quienes buscan oportunidades y quienes buscan culpables; hay también quienes piden limosna y hay también quienes piden herramientas para destapar o desarrollar sus capacidades.
Entre todas estas vertientes, tenemos muy claro que el mexicano tiene la pericia para conseguir siempre lo que quiere, y quienes buscan superarse por medio de sus propios méritos, esfuerzo y dedicación, eventualmente lo logran; pero también logran (o exigen, por lo menos) dinero “fácil” quienes todo lo quieren en “bandeja de plata” y sin contribuir también al desarrollo de su país, y es ahí de donde emana la delincuencia.
Infortunadamente, una peculiaridad también del mexicano promedio es asentarse en la comodidad de lo indispensable y la ausencia de exigencia, y bajo esa premisa de resignación y medianía –que no es nada más que algo cultural- se es instaurado un estilo de vida carente de planeación alguna. Y con planeación no me he de referir solamente a proyectos personales, metas u objetivos, sino también a la familiar, que conlleva a procrear generaciones completas que predicarán con la misma infructuosa doctrina.
También vestimos de héroes a quienes se encuentran en la misma o peor condición que nosotros y hemos convenido antagonistas a quienes han rebasado nuestro caudal; hemos desarrollado ese “complejo de mártir” que vuelve enemigo al que tiene más, y nosotros somos la víctimas de un sistema que nos ha impedido alcanzar ese mismo nivel.
Llegamos así a la reflexiva conclusión de que el mexicano tiene dos grandes enemigos que carecen de nombre propio y apellido; tampoco profesan religión alguna ni visten colores partidistas. Están dentro de nosotros mismos y los conocemos como el conformismo y la ignorancia.