El espionaje es un asunto de siempre y de todos los días. En todos los niveles de las relaciones humanas. Lo que cambia a través del tiempo son las formas de realizarlo, donde los avances tecnológicos son factor. Sin embargo, en cuanto al objetivo, estamos viviendo un cambio histórico cualitativo en el espionaje institucional: pasó de ser dirigido hacia entes específicos como gobiernos, ejércitos, empresas o algunos individuos en particular, a la posibilidad de realizarlo de manera masiva contra todas las personas. Se ha hecho posible indagar desde posiciones remotas y sin necesidad de abrir alguna gaveta, cualquier dato personal individual, desde el nombre completo y el domicilio, hasta los gustos, temores y preferencias.
A la vez, podemos ser testigos presenciales o a distancia de hechos y sonidos en condiciones y tiempos que en otros momentos eran inimaginables. “Testigos de la historia” tal y como sucede. Pero también podemos ser sujetos involuntarios de la misma y no de la mejor manera. Depende de quién grabe, filme o tome la foto. Las formas de hoy alcanzan niveles infinitesimales de intromisión en la vida íntima de las personas que da escalofríos saberse objeto de esa posibilidad, sin siquiera darnos cuenta.
Así, la intimidad es un concepto (en muchos sentidos una necesidad) que se reformula enfrentándose a la intimidación. Temor a no tener vida privada. Una amenaza etérea, imprecisa, incorpórea, “virtual” que cada quien ha de imaginarla como se le aparezca.
La universalización de las nuevas tecnologías permite que donde alguien ponga un cerrojo a su información habrá otro alguien capaz de abrirlo, por interés o por deporte. Estamos bajo el microscopio. Tenemos que vivir con eso.