Tres meses después de que fue ejecutado el periodista Javier Valdés en Culiacán, no hay (ni puede haber) voluntad política para formalizar judicialmente lo que todo funcionario público (comenzando por el endeble gobernador de Sinaloa, Quirino Ordaz) sabe, pero teme o no le conviene reconocer: la mano de los cárteles del crimen organizado en el centro de las decisiones, y ejecuciones, de múltiples asuntos de interés público.
El asesinato cometido contra Javier Valdés engrosa los expedientes de la impunidad criminal (a pesar de que el mismo ocupante de Los Pinos, Enrique Peña Nieto, encabezó, a pocos días de la agresión mortal contra El bato, una pomposa reunión en Los Pinos para desgranar las promesas de rutina en estos casos). En la médula del asunto están las complicidades estructurales, casi política de Estado, de las clases dirigentes con las organizaciones criminales, en Sinaloa, particularmente, en el contexto de la pugna entre los sucesores familiares y empresariales del Chapo Guzmán (que van ganando la batalla) y los presuntos retadores, los Dámasos licenciados, padre e hijo, uno ya preso y el otro entregado por voluntad (negociada) a las autoridades estadunidenses.
Los periodistas sinaloenses protestaron ayer, con una manifestación en el patio central del palacio de Gobierno, entre gritos de “No seas cómplice, Quirino” (aunque Quirino no es el cómplice de más nivel administrativo y político), mientras la maquinaria judicial federal juega a las apariencias justicieras en el caso del amigo del poder, Emilio Lozoya Austin, provisionalmente caído en desgracia, quien ha sido citado para comparecer ante la procuraduría federal de justicia, encabezada por un compañero de andanzas de campaña, pues en la presidencial de Enrique Peña Nieto estuvieron Raúl Cervantes Andrade como coordinador de asuntos jurídicos y Lozoya Austin como coordinador de vinculación internacional.
Otro flanco delicado se replantea a la administración peñista, ante la orden de un juez federal para que se reabra el caso de lo sucedido en la comunidad de San Pedro Limón, en el municipio de Tlatlaya, Estado de México. Ahí quedaron muertos todos los miembros de un grupo de 22 personas que supuestamente se había enfrentado a militares, de los cuales solamente uno resultó herido. Reportes periodísticos mostraron claros indicios de ejecuciones, alteración de la escena de los crímenes y otros abusos de poder. El episodio de Tlatlaya, por sí mismo, debería ser suficiente para frenar las renovadas intenciones de aprobar en el congreso federal una ley de seguridad interior que dé “marco legal” a las fuerzas armadas.
Al penal de El Amate, en Chiapas, fueron trasladados Carmen de Jesús Martínez Sánchez, César Augusto Cruz Santiago y Epifanio Domínguez Morales, habitantes de Chiapa de Corzo a los que se acusa de haber organizado las recientes protestas contra una visita de Enrique Peña Nieto, a quien declararon persona “non grata”. Mientras el país está dominado por impunes miembros del crimen organizado, de la delincuencia “de cuello blanco” y de la rapacidad de políticos y funcionarios, los tres chiapanecos han sido procesados bajo las acusaciones de “motín, atentados contra la paz, la integridad corporal y patrimonial de la colectividad y del Estado, y en agravio de la sociedad”.
Los anteriores delitos, supuestamente cometidos el mismo día en que Peña Nieto y el gobernador Manuel Velasco Coello paseaban por el Cañón del Sumidero en compañía del gran amigo Julión Álvarez, cuya fotografía luego fue cercenada del álbum oficial de la Presidencia de la República, al igual que las gráficas de la reunión de 2013 entre Peña Nieto y el entonces presidente de Odebrecht, con Emilio Lozoya como director de Pemex.
El cuadro cotidiano de la desgracia nacional podría tener una ventana abierta a la esperanza de supervivencia ante las locuras de Donald Trump, pues un día antes del inicio de las rondas negociantes del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, tan delicadas para el interés mexicano, el presidente de Estados Unidos enardeció al mundo, y en particular a buena parte de la sociedad estadunidense, al dar un giro a la postura (que mantuvo apenas un poco más de 24 horas) de crítica al supremacismo blanco, sus organizaciones activistas y expresiones criminales como las sucedidas en Charlotteville, Indiana.
Trump, siempre Trump, el verdadero Trump, dijo que la culpa de lo sucedido ahí era “de ambas partes” y reconoció que en esos flancos hay “gente buena”, incluyendo, obviamente, a los miembros de los grupos promotores del racismo criminal. La etiqueta #ImpeachTrump, en demanda de procesamiento para destituirlo, era vertiginoso número uno en el mundo. Ello debería ser buena noticia para México, sobre todo en cuanto al TLC, salvo el detalle de que la suerte económica, política y electoral del país ha sido apostada por Peña y Luis Videgaray justamente al casillero de locura política que representan Trump y su yerno Jared Kushner, el comisionado de Washington para manejar los asuntos mexicanos, con Videgaray como operador.
Casi cinco meses tardó Enrique Peña Nieto en designar al sucesor en firme (el neoleonés Rogelio Cerda Pérez, priista de carrera) de Ernesto Nemer en la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco), luego que éste dejó el cargo para ser nombrado coordinador de campaña del priista Alfredo del Mazo Maza en el Estado de México.
La tardanza agravó de manera natural la vulnerabilidad de los consumidores mexicanos ante tanto abuso empresarial. Diariamente hay miles de casos que requerirían una enérgica y justiciera intervención de la citada Profeco, pero el sello general de esta procuraduría es de una efectividad limitada, frecuentemente más declarativa que real.
Y, mientras Enrique Peña Nieto ha recibido en Los Pinos a su primo Alfredo del Mazo Maza, en la máxima confirmación política de que la imposición de éste como gobernador del Estado de México será imbatible en las instancias judiciales que aún analizan los esperanzados recursos interpuestos por Morena, ¡hasta mañana!