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noviembre 24, 2024

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Haití está, una vez más, devastado. La naturaleza y la política, acaso en orden inverso, la están destruyendo.

Haití está, una vez más, devastado. La naturaleza y la política, acaso en orden inverso, la están destruyendo. Si en 2010 un terremoto asoló la isla –colindante con la República Dominicana–, dejando sin casa aún a trescientos cincuenta mil pobladores y un reguero de muertes calculado en doscientas veinte mil personas, el huracán Matthew se llevó las vidas de mil personas y dejó en la absoluta miseria, sin techo ni alimentos, a un millón cuatrocientos mil isleños. Desastres y catástrofes al mayor y una miseria ingente que corre por las aldeas y todas las rúas.

La tragedia de enero de 2010 –un siglo después del inicio de la llamada Revolución Mexicana, lamentablemente traicionada–, se convirtió en una hoguera de furia contra el gobierno, el mundo, la civilización. Los haitianos tomaron machetes, piedras, cuanto encontraron, para exigir una redención política con creciente xenofobia, pese a la ayuda prestada por diversos países incluyendo el nuestro, para enfrentar la miseria y el hambre, la existencia a la intemperie bajo el flagelo intermitente de la lluvia y el sol y, sobre todo, el rencor acumulado.

Así como la Colombia de 1989 –el año más dramático de la era Escobar Gaviria–-, es retrato muy cercano a cuanto sucede hoy en México, el perfil de Haití también refleja el drama milenario de México ante los meteoros y terremotos previsibles apenas. Pero, ni eso. Nunca puede preverse la furia real de los ciclones ni la devastación de los sismos. Ni en México ni en Haití.

México, para nuestra desgracia, está en la misma línea aunque los males no alcanzan a dañar a todo el territorio nacional sino a regiones específicas cada vez. Pero aún se sufre por el terremoto de 1985 y el subsiguiente abandono oficial que se reduce a rendir un culto falsario en honor de los muertos. Hipocresías sin medida.

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