Ni los revolucionarios, tras la caída de Porfirio Díaz en 1911, ni los insurgentes al consumarse la entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de México en 1821, festejaron tan apoteósicamente y como ahora, el señor peña y su gabinete –no sólo el de seguridad–, luego de confirmarse la re-re-aprehensión de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, el hombre más buscado del planeta y quien ni siquiera buscó otros refugios luego de su espectacular fuga de julio de 2015. Sólo un francés comparte con él la “hazaña” de haberse fugados en dos ocasiones de penales considerados de “alta seguridad”; y es tan extraño todo esto que no hay precedente en México de una huida semejante, a través de un túnel de casi un kilómetro ochocientos metros, superada en mucho la célebre evasión de Kaplan de Santa Martha Acatitla, en la década de los setenta, en un helicóptero que bajó al patio central del reclusorio para llevarse al peligroso norteamericano a quien jamás se le volvió a ver ni el polvo.
Curiosidades hay muchas: “El Chapo” reapareció en Los Mochis con el mismo perfil físico que tenía al momento de su segunda aprehensión, en febrero de 2014, esto es con el cabello negro y un mostachón del mismo color con lo cual su fisonomía era fácilmente identificada por propios y troyanos. No es lo normal, por supuesto, cuando los criminales de su calaña suelen recurrir a cirugías extremas para modificar sus facciones y ser menos reconocibles a los ojos de los neófitos e incluso de algunos avezados personajes ligados a las corporaciones de “inteligencia” en donde, en Estados Unidos y México, se cuenta hasta con bancos no sólo dactilares sino también de voces. Lo he corroborado en una cercana visita al búnker de la ahora Comisión Nacional de Seguridad Pública.