Hay prejuicios que permean con facilidad la opinión pública, aun cuando carecen de toda evidencia empírica o sustento científico. Es el caso de los cultivos transgénicos mientras la academia se manifiesta a favor, la percepción general parece sólo recoger las voces alarmistas e infundadas que se levantan en su contra. La tecnología transgénica, o mejor dicho, la ingeniería genética en general, es la nueva máquina de tejer del siglo XXI. Una revista especializada en estos temas sugiere que no hay ningún camino fácil y que sólo mientras las nuevas generaciones vayan integrando los beneficios de la biotecnología como algo propio de su tiempo, la luz de la ciencia se irá haciendo paso entre la oscuridad del miedo a lo desconocido, la fantasía y la ignorancia. Plantas transgénicas resistentes a ciertos insectos y otras tolerantes a algunos herbicidas han permitido optimizar las prácticas agrícolas aumentando su productividad.
Alimentos transgénicos con mayor valor nutricional como una soja con alto contenido de omega-3, un arroz enriquecido en vitamina A o un trigo apto para celiacos, se encuentran ad portas de ser aprobados para consumo humano en distintas partes del mundo. Sin embargo, no todos ven esta situación con buenos ojos. Los cultivos genéticamente modificados han sido fuertemente cuestionados por grupos ambientalistas en todo el mundo, quienes sostienen que los alimentos transgénicos serían tóxicos y que generarían alergias, además de afectar la biodiversidad. Pero, contrario a lo que se plantea, a la fecha no existe evidencia científica que demuestre que haya habido daño alguno a la salud humana o de animales por parte de los cultivos o alimentos transgénicos disponibles comercialmente. Creo que ponerse a los cultivos transgénicos es oponerse al desarrollo de la civilización humana en materia alimentaria. Es ignorar que todo lo que consumimos a diario ha sido sometido, a lo largo del decurso de la historia, a numerosas modificaciones genéticas.