Cristina llegó a Cancún hace 13 años casada con Alan, procedente de Tapachula, Chiapas, con la ilusión de mejorar su calidad de vida. A los cuantos meses nació su hijo, Osvaldo, y a los tres años, Silvia.
La pareja rentó un departamento en la 95. Alan trabajaba como mesero de un bar.
Él salía tarde de sus labores, llegaba a casa al amanecer. Cada vez lo hacía más tarde hasta que empezó a faltar, despareciendo por días. Tiempo después se separaron hasta que Cristina ya no supo nada de él.
Ella se quedó con un hijo de 5 años y una hija de dos. Se vio obligada a emplearse y logró entrar a un hotel como camarera.
Su horario es –aún trabaja ahí- de 9 de la mañana a 5 de la tarde, con un día de descanso.
Cristina es una madre soltera que, como muchas mujeres en Cancún, tuvo que encargar a sus hijos con su vecina. Todas las mañanas se levantaba a las 6 para arreglarse y llevar a sus pequeños a la escuela y de ahí ir a su trabajo para regresar a casa alrededor de las 7, dejaba listas las cosas para el día siguiente y a dormir.
La vecina iba por los niños y los llevaba a su casa, cobrando a Cristina una cantidad pactada.
Los niños crecieron sucios, maltratados y con graves resentimientos. Cristina abrirá pronto un negocio de malteadas, gracias a un préstamo, pero con la culpa por el daño causó esa vida a sus pequeños.
Como ella, viven en Cancún cientos de mujeres, lejos de su familia, envueltas en una monotonía obligada, sin la oportunidad de otorgar mejores condiciones a sus hijos, quienes crecieron sin sus padres y con resentimientos que arrastrarán en su vida.
Este es un grito en el silencio que nadie escucha, que ahí está y nadie oye, y que genera un cáncer a la persona, a la familia y a la sociedad.