Hágase el ajuste contra la corrupción en la hacienda de mi compadre. Me refiero a la Hacienda Pública, la que nos toma los impuestos para hacer con ellos lo que no sabemos. Y si lo sabemos, no nos gusta: se van al barril sin fondo de la corrupción. A la par, las empresas y los negocios particulares ya tenemos presupuestados entre nuestros costos los apoyos y las “mochadas” que se dan a campañas, políticos y gobernantes para que nuestros proyectos y negocios fluyan.
Ese es el cantar de los dueños de los grandes capitales para eludir las responsabilidades fiscales, cerrando el círculo vicioso a su favor, porque, como dice Aristóteles Núñez extitular del SAT, el verdadero fin de su justificación es asegurarse el mayor margen de utilidad y lucro empresarial. Con esa fuga por la tangente representan tres cuartas partes del valor económico total de la corrupción. Es más lo que ganan evadiendo que lo que pierden por la corrupción burocrática, la más evidente. Para lavarse las manos, habilidosamente le adjudican a ésta toda la carga de la responsabilidad.
Hay razón en ambas partes. Existe tanto corrupción pública como privada: un sistema de flujo económico que lastra a las finanzas públicas y concentra riqueza, factores combinados que estimulan el crecimiento de la desigualdad.
Queda buscar alternativas que por lo menos cierren la brecha. Parecen estar por el lado de quebrar los vicios en quienes manejan los recursos públicos, a la vez de hacer aplicar un riguroso estado de derecho con medidas judiciales que obliguen a todas las partes. Es necesario porque la descomposición se está yendo de las manos. ¿Estaremos, en el marco del poder civil, dispuestos civilizadamente a resolverlo?