Jazmín Ramos
CANCÚN, Q. Roo
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, fueron las últimas palabras del Cristo de Playa Delfines, interpretado por Ricardo Ruvalcaba Maya, durante la representación viviente del viacrucis.
Previo al desenlace, apóstoles, sacerdotes, vírgenes, nazarenos y soldados romanos, formaron la muchedumbre que presenció la sentencia de crucifixión a Jesús por proclamarse el mesías.
Minutos antes, Poncio Pilatos liberó a Barrabás y se lavó las manos del calvario que viviría el hijo de Dios.
Ante cientos de fieles católicos y turistas, que se dieron cita en Playa Delfines –zona hotelera- Jesús emprendió su caminar cargando una pesada cruz, seguido por Dimas y Gestas, quienes también recibieron azotes.
La representación de la Pasión y Muerte de Jesús se montó sobre la arena y teniendo como escenario las aguas azul turquesa del Caribe Mexicano, donde los asistentes de conmovieron del sufrimiento del hijo de Dios, quien recibía toda clase de insultos.
“¿No que eres el mesías? Demuéstralo, libérate, blasfemo… azótenlo”, gritaba al unísono la multitud, aventándole piedras durante su camino.
La pesada cruz provocó la primera caída de Jesús, mientras su madre María; Verónica, la Santamaritana; y las Santas Mujeres, caminan tras sus pasos en medio de sollozos.
“Levante” le gritaban los soldados al hijo de Dios. Hubo asistentes que se estremecieron conmovidos por la representación, tal es el caso de Rubí Castros Sánchez, quien recriminó el proceder de los romanos, “¡no, lo golpeen!, ¡Son unos cobardes!”, gritó.
Los asistentes (-visitantes y locales-) rodearon el escenario a fin de presenciar el peregrinar de Jesús rumbo a la crucifixión, algunas se sentaron en la arena, otros más osados, llevaron sillas y sombrillas para mayor comodidad. Pero al final todos tenían un objetivo ser testigo del calvario del Rey de los Judíos.
Vendría la segunda caída; los romanos no dejaban de azotar a Jesús. Los gritos y burlas continuaban, fue entonces que Verónica, una de las mujeres que acompañaban a la madre de Jesús, le limpió el rostro quedando plasmado en el Santo Paño, “¡Milagro, milagro!”, gritó a los cuatro vientos. Pero eso no detuvo los latigazos contra el hijo de Dios, cuyo cuerpo lucía ensangrentado.
El caminar de Jesús era lento, la mirada de los espectadores se centraban en los gestos de dolor del condenado.
“Parece que de verdad sí le duelen los golpes”, dice una pequeña a su madre, que enfundada en unos jeans y bajo el resguardo de una sobrilla de colores, mira el paso del Nazareno.
Las agresiones no cesaban, entonces Jesús se desvaneció, entrando en escena Simón Cirene, quien al ver la triste comitiva de condenados, no dudo en auxiliar al más débil, sosteniéndole la Cruz; “¡Aléjate!” le gritaron los romanos, y lo apartaron.
Llegaría el momento más desgarrador, cuando Jesús llegó al monte de Los Olivos. Ahí, los soldados lo colocan en la cruz, martillando sus manos y pies, para luego ser suspendido en compañía de Dimas y Gestas.
“Sálvate y salvamos, si eres el mesías”, reclamó Gestas a Jesús, para luego salir en su defensa Dimas, quien le suplica que se acuerde de él cuando este sentado en la diestra del Dios.
Se escucha el llanto de María y las Santas Mujeres, cuando Jesús pide agua y a cambio le acercan una esponja impregnada de vinagre. Comenzarían la agonía y la súplica: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”. En ese momento uno de los soldados gritó arrepentido: “¡En Verdad era el hijo de Dios!”.