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Me encanta besar. Sobre todo cuando lo hago en espacios y ocasiones que se presten para ello, porque me gusta llevarlo a cabo con calma, durante mucho tiempo, saboreando la saliva ajena, mordisqueando los labios, rebasando sus límites para encontrarme con nuevos parajes del rostro de aquella persona que me acompaña.
Para mí, el beso no es una antesala al placer, es el placer en sí mismo. Es una acción acompañada siempre de una sensación que me acerca a las puertas del orgasmo, que me ayuda a demostrar lo que siento, a lograr abrir las compuertas que contienen mi deseo para poder desbordarme de muchas otras maneras y regresar de nuevo a los besos, ahora con un nuevo sabor en los labios.
También me gustan los besos rápidos al saludar o despedir a mi pareja (convertidos en ritual de lo cotidiano que extraño el día que faltan) y los que cada tanto le planto a mis amigos más queridos en los labios, en un intento de demostrarles que nuestra amistad va más allá de las reglas sociales pues se ha transformado en una compenetración de dos almas que, con ese beso repentino, se unen de manera aún más profunda pero también impulsan al otro o la otra a sentir un bienestar físico que tiene múltiples razones.
El beso no solo es una expresión de nuestros sentimientos, sino también, al darlo, un tsunami de reacciones físicas y químicas: activa una treintena de músculos faciales y en lo que dura se transfieren nueve miligramos de agua, 0.45 de sales minerales y millones de microorganismos.
Cuando damos un beso sabrosón y apasionado, el cerebro produce oxitocina, esa hormona de la felicidad que influye en situaciones como el enamoramiento, el orgasmo, el parto y el amamantamiento, y está asociada con la afectividad, la ternura, el tacto cariñoso. Al besar, el cerebro también libera endorfinas, mismas que ayudan a combatir la depresión.
Pero hay más: solemos creer que el gozo proviene únicamente de la zona genital –que tiene lo suyo–, pero resulta que la boca está situada muy cerca del cerebro y, por ello, al entrarle a los ósculos sin límite de tiempo se activan numerosas terminaciones nerviosas que mandan indicaciones a todo el cuerpo de sentir placer, incluso más que las del pene o la vulva.
Un estudio de la Universidad de Viena demostró que, cuando una persona funde los labios con su pareja en un beso apasionado, las pulsaciones cardiacas pasan de 60 hasta 130 por minuto, se libera adrenalina y baja la tasa de colesterol. Al intercambiarse bacterias, parece que también se refuerza el sistema inmunitario. Más allá del beso apasionado está el de amor, que no tiene fronteras. Baste saber que cuando una madre besa a su bebé absorbe algunos gérmenes del hijo, pero a la vez contribuye a que aumente la producción de sus defensas.
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