Don Andrés estaba esperando a que llegara uno de sus hijos para irse a comer, cuando vio venir por el lado de la calle Primavera a ‘El Dientes’. Como también él lo vio, ya no pudo volver atrás como fue su intención y avanzó más lento hacia ‘Novedades Andrés’, esperando el milagro de que don Andrés se metiera. Para su desgracia, o para desgracia de ambos, no fue así.
-¿Quihubo, don Andrés? –expresó incordiado el recién llegado, que también era comerciante y tenía su local dentro del mismo mercado.
-¡Qué bueno que me vienes a pagar los centavos que te presté! Ya hace un buen de eso! ¡Bendito Dios!
-Ahora resulta don Andrés que se volvió adivino. ¡Carajo, como es usted! ¡No perdona una! La meritita verdad no venía a pagarle, lo único que traigo pegado a mis costillas es la Colt 38, con la que me encomiendo todos los días. No ha caído mucha venta últimamente, usted bien lo sabe.
‘El Dientes’ sacó el arma, que relucía con el sol de la mañana como si fuera un diamante deseable y valioso. Don Andrés era de los pocos comerciantes que no portaban armas, aunque en Tepetitán todo mundo tenía una metida debajo de la almohada.
-¿Cómo ve si se la dejo por los 800 pesos que le debo, y aparte me da mil más, pues para estar a mano. ¡Anímese, don Andrés! Ya le hace falta una. Aquí todos somos confiados, pero las pistolas no están de más.
El dueño de ‘Novedades Andrés’ se metió en la tienda y regresó con diez billetes del águila verdosos que entregó a ‘El Dientes’. A cambio recibió la pistola y la envolvió con un pañuelo antes de guardarla en una de las gavetas colgadas detrás del mostrador. ‘De algo a nada’, pensó don Andrés.
-¡Qué hay ‘Dientes’! ¡Buenas tardes, padre! -saludó el primogénito de don Andrés al entrar a la tienda. Venía sudado, porque acostumbraba a echar unas carreritas apenas salir de la escuela.
-Nada, aquí vine a saldar una deuda con tu padre. Cuentas claras, amistades largas. Nos vemos pronto –gritó el comerciantes que cruzaba hacia la otra acera.
Andrés hijo dejó la mochila detrás del mostrador y se puso al frente de la tienda. Su padre se sentía orgulloso de él por ser el primogénito y por los muchos obstáculos que habían tenido que vencer para tenerlo.
-¡Cuida la tienda, hijo! Voy a comer. Ten cuidado con lo que hay en la gaveta. No lo toques. Menos tu hermano menor.
Apenas se fue su padre por la otra calle, la de Progreso, el muchacho desenvolvió con cuidado el paquete de la gaveta, con el pañuelo cubierto parecía una paloma quieta.
Su cara se sorprendió al ver el arma. Sólo había visto unas de diábolos con sus compañeros de la escuela, pero no una de verdad, de las que matan gente. Pasó su dedo por el pulido acero de la escuadra, lo detuvo en el cañón, siguiendo el círculo de la boca de fuego.
-¡Diablos! ¡Estas sí matan! –soltó con un estremecimiento que le puso la carne de gallina. Apenas le dio tiempo a guardarla cuando entraron unos clientes.
-Me puede dar medio metro de esta tela, por favor, joven –pidió una señora acompañada de su esposo.
Cuando estaba atendiendo el pedido, otra mujer le preguntó si podía mostrarle un color menos oscuro.
-Un momento, por favor, enseguida le atiendo –dijo el muchacho un poco desesperado. Volteó a ver si aparecía su hermano Ramiro por la calle, pero sólo resplandecía la pared blanca del otro lado. Ni siquiera el río que pasaba detrás de la tienda era capaz de apagar el intenso calor de junio.