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noviembre 23, 2024

Especiales

Antídoto contra la tristeza

Para curarse de las tristezas que lo embargaban, el joven Andrés Manuel decidió tomar a pecho dos actividades que ya le emocionaban mucho: El béisbol y las bromas.

La primera pasión se le pegó desde pequeño, oyendo por la radio de bulbos de su abuelo las narraciones de los partidos de la Liga mexicana e imaginando los batazos certeros del héroe de la época, Beto Ávila, con la camisa de los Tigres capitalinos.

En sueños, él también se proclamaba campeón o arrebataba la marca de ponches impuesta por el cubano José Ramón López, con los Sultanes de Monterrey. En esas fantasías que a veces también lo agarraban despierto, la multitud lo aclamaba.

El segundo antídoto que logró mititgar los dolores de su pequeña alma atribulada fue recordar del mejor modo posible a su hermanito menor, José Ramón, que se había ido para siempre de este mundo, pero nunca su imagen permanente de bromista consumado. Él también decidió ser un contumaz humorista.

Los tiempos vergonzosos en que no le atinaba a la pelota y los jugadores mayores se reían de él habían quedado atrás y ahora era un experimentado bateador juvenil, que lo mismo podía jugar perfectamente en la tercera base que de jardinero en un campito todo pelón y polvoso, acondicionado en Tepetitán.

Sus compañeros de equipo lo dejaban dirigir porque era imposible oponerse a su personalidad, y lo hacía con una enjundia increíble. Para alguien que trataba de jugar perfecto, los errores no estaban calculados y cometerlos era imperdonable. Nadie se salvaba de recibir una andanada de regaños o elogios de su parte, según fuera el caso.

Cuando el juego fluía de maravilla, López Obrador se olvidaba de sí mismo y sólo era un amasijo de palpitaciones, un racimo de venas en sordina bullendo dentro de su piel, un circuito de sangre bombeando átomos de oxígeno hasta su cerebro.

Entonces el arduo trabajo en la tienda de su padre, sus intervenciones en la catequesis, sus tareas de matemáticas y español, sus dolores y penas prematuras, desaparecían, se esfumaban, no existían más y experimentaba una liberación, un alivio indescriptible, como si la fuerza de gravedad se la hubiera tragado la tierra y su no ser fuera un pedazo más de materia en el cosmos.

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Una mal lanzamiento en la séptima entrada lo desbarrancaba de ese estado prenatal y volvía enfurecido al campo de juego.

Las bromas eran otra cosa, un juego menos solitario que requería de la complicidad de los otros. No sólo para llevarlas a cabo, sino para festejarlas.

En una ocasión planearon atar un par de latas a las patas del caballo de don Virgilio, que siempre estaba atado bajo un mango, en la calle principal que llevaba al parque.

La empresa era riesgosa, sobre todo porque el animal podía dar de coces, pero la bestia ni resopló cuando Andrés Manuel le pasó la mano por encima del aceitoso pelambre del cuello. El ojo del caballo miró impávido al muchacho pero luego ignoró su presencia, sacudiendo la cola para espantarse las moscas.

Cuando estuvieron seguros de que el nudo resistiría el embate del caballo, soltaron al animal y le dieron un buen testarazo.

Éste salió disparado, asustado por el choque de las latas contra el pedrerío de la calle.

Los humoristas escaparon en sentido contrario, riéndose de cómo el animal hacía ladrar a los perros, asomarse a las chicas a ver qué era ese alboroto y salir a los adultos endiablados mirando de un extremo a otro para ver quién o quiénes habían provocado ese alboroto.

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