Del trópico al altiplano
La Casa del Estudiante Tabasqueño fue para Andrés Manuel López Obrador un salvoconducto para vivir y estudiar en el Distrito Federal. Con magras monedas en los bolsillos, el estudiante decidió abandonar la carrera de Sociología para excavar en las Ciencias Políticas. El ejemplo de valores de su profesor de secundaria, Lara Lagunas, seguía testereando su cabeza.
Entre el puchero de res guisado con la coperacha de algunos compañeros que atiborraban la casona ubicada en la populosa colonia Guerrero, el tepetiteco trabó amistad con dos personajes singulares: un grandulón escandaloso, pero apreciado por quienes lo conocían, de nombre Isidoro Pedrero Totosaus, que era precisamente el que presidía –y en muchos casos enderezaba- todo lo que sucedía en ese pedacito de provincia tabasqueña que era la calle Violeta. (Años después, al dejar el Valle de México y volver al trópico, Totosaus escribiría las mejores crónicas y retratos de la época.)
Como pasa siempre, un buen amigo lleva a otro, y Totosaus le presentó a Lenín González, sin saber los tres que años más tarde –a inicios de los ochenta- éste último invitaría al de Macuspana a ser su padrino de boda, y hasta trabajarían juntos en el Instituto Nacional Indigenista.
“Tuvimos afinidad en muchas cosas con Andrés. Creo que lo que nos unía era la solidaridad, teníamos una ideología común”, evoca Lenín.
Si el profesor Lara Laguna lo influyó en la secundaria, en este período de descubrimientos políticos Totosaus ocupó esa función, según Lenín.
“Obrador, en su vida que tuvo en el DF, era admirador de Heberto Castillo y Demetrio Vallejo, fundadores del Partido Comunista Mexicano y del Partido Mexicano de los Trabajadores”, recuerda el ahora antropólogo.
Mudarse varias veces de Tepetitán a Macuspana o de Agua Dulce a Villahermosa, no era lo mismo que ir a vivir a la región más transparente. Sin conocer a nadie, el joven beisbolista y comerciante de aquel entonces se aventuró a irse solo. El viaje no era sencillo, aunque Tabasco ya estaba comunicado a través de la carretera panamericana, el recorrido duraba más de 12 horas, y por lo tanto, no permitiría estar retornando continuamente a su tierra.
Si la falta de dinero era una constante que inhibía al recién llegado, la novedad del frío contribuía al encierro. En esos primeros meses, todavía Lenín González recuerda lo que decía Andrés Manuel para asumir con estoicismo sus horas de inmovilidad.
“No hay que mover ni un solo músculo porque como no hay comida, y entonces hay que guardar energía hasta que haya algo de comer”, expresaba el tepetiteco.
Un suceso internacional perturbaría las calles de la Ciudad de México, con protestas de estudiantes condenando el golpe de estado contra el gobierno popular de Chile, encabezado por Salvador Allende. En las marchas, las pancartas repetían la consigna del presidente chileno y condenaban la participación de la CIA estadounidense: “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”.
El poeta tabasqueño Carlos Pellicer escribiría desde su casa de Las Lomas de Chapultepec los siguientes versos: “¿La Revolución? / No se detiene nunca, siempre tiene qué hacer. / Es la lucha de todos los días contra nosotros mismos. / Contra el egoísmo, contra las ambiciones desmedidas, /contra la indiferencia, contra la hipocresía. / La verdadera alegría es dar, / pelear por los que tienen hambre”.
Pronto, el poeta cristiano, respetado en el país por su compromiso social, se convertiría en el futuro mentor del pasante en la ciencia de Hobbes, Locke, Rousseau, Tocqueville, Marx. Engels.