“Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras “. (Juan 21:18–19)
Eran las 8:00 a.m. del jueves de 18 de diciembre de 2025. Mi esposa se levantó, se arregló con la prisa habitual, preparó su licuado, se miró al espejo, ajustó el vestido y dijo: “Cielo, ¿me llevas?”.
La escena es cotidiana, casi banal. Pero encierra una verdad profunda: nadie puede manipular y controlar lo que el otro no autoriza. Solo se transporta lo físico y únicamente con consentimiento.
Esa frase me confrontó. Porque, si esto es evidente en lo material, ¿por qué en lo emocional afirmamos con tanta ligereza: “esa persona me hizo enojar”, “lo que dijo me ofendió”, “su actitud me frustró”? ¿Desde cuándo el otro gobierna mis pensamientos y emociones sin mi permiso y manipula mi voluntad?
Aquí aparece una confusión estructural: libertad y autonomía no son lo mismo. Autonomía es capacidad de decidir; libertad es gobierno interior. Podemos ser autónomos y profundamente esclavos. Por eso crecimos culpando a otros de lo que hoy somos, en lugar de asumir la responsabilidad de lo que decidimos seguir siendo.
Este patrón de culpa heredada atraviesa discursos políticos, instituciones públicas, cultura popular y música. Jeanette lo canta sin rodeos: “Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”.
El refrán lo refuerza: “La mula no era arisca, la hicieron arisca”. El mensaje es claro: soy efecto, no causa. Historia, no decisión.
Hoy se habla mucho de los llamados conceptos del yo: autoconcepto, autoimagen, autoestima y autoeficacia. Todos miran hacia adentro, pero no todos confrontan igual. El autoconcepto responde: ¿qué pienso y creo de mí? La autoimagen pregunta: ¿cómo me veo? La autoestima evalúa: ¿cuánto valgo frente a mis experiencias y vínculos?
Pero la autoeficacia es distinta. No es emocional ni contemplativa. Es incómoda. No pregunta si valgo ni cómo me siento, sino si puedo y qué hago con eso. Es la dimensión que desmonta el síndrome de la excusitis aprendida o el no puedo.
La autoeficacia provoca preguntas que el yo evita: – ¿Qué depende realmente de mí en esta situación?
– ¿Qué puedo hacer hoy que impacte mi mañana?
– ¿Qué obstáculos son reales y cuáles son excusas, miedos o racionalizaciones para no comprometerme?
Aquí la cita de Juan 21 cobra peso. Jesús no le quita libertad a Pedro; le quita la fantasía de control. La madurez no consiste en ir “a donde quiero”, sino en responder con fidelidad cuando ya no puedo elegir el escenario. Eso no es derrota: es responsabilidad adulta, es conciencia de saber ser.
Mientras sigamos diciendo “me hicieron”, seguiremos siendo manipulados como un títere sin voluntad de poder.
Mientras culpemos al pasado, al sistema, al otro o a la herida, renunciamos al disfrute del presente y nos resolvemos a vivir con la herida abierta, mostrándoselo a todo mundo desde la ventana del victimismo.
La herida explica, pero no gobierna. El contexto influye, pero no decide.
La verdadera voluntad de poder no es dominar al otro, sino gobernarse a uno mismo. Y el día que dejemos de preguntar “¿quién me hizo así?” para empezar a preguntar “¿qué voy a hacer con lo que soy hoy?”, ese día comenzamos a hacernos cargo de nosotros mismos y por fin, avanzamos con autentica libertad.

