No puedo leer la noticia del asesinato de Carlos Manzo sin sentir rabia. No tristeza: rabia. Porque otra vez, en pleno siglo XXI, México vuelve a demostrar que aquí se mata a quienes intentan hacer las cosas bien.
Manzo no era un héroe de cartón ni un político de discursos huecos. Era un alcalde que tuvo el valor de enfrentar al crimen organizado, de denunciar su poder, de pedir ayuda. Y lo mataron, frente a su familia, frente a todos, en una fiesta pública, mientras hablaba a su gente.
¿De qué sirve tener Guardia Nacional, protección oficial y promesas presidenciales si un alcalde puede ser ejecutado ante cámaras y testigos? No fue un descuido; fue un mensaje. Lo mataron porque habló, porque se negó a pactar, porque quiso gobernar sin miedo. Y el Estado —ese que se llena la boca hablando de justicia y transformación— lo abandonó hasta el último segundo.
La muerte de Carlos Manzo no solo exhibe la violencia que nos devora, sino también la hipocresía del poder. Dicen que investigarán, que no habrá impunidad. Pero ya conocemos el ritual: condolencias, declaraciones, silencio. Lo mismo que dijeron por los periodistas, los activistas, los candidatos, los policías honestos. La justicia en México es una misa vacía: se reza, pero nunca llega.
Yo no conocí a Manzo, pero su muerte me duele como si lo hubiera hecho. Porque representa a los pocos que aún creen en un país posible. Su asesinato es una advertencia: en México, decir la verdad y hacer tu trabajo puede costarte la vida.
No basta con indignarse en redes. No basta con exigir justicia si seguimos normalizando el horror. Lo que ocurrió en Uruapan no es un caso más: es el espejo de un país enfermo, donde el poder teme más al crimen que a la vergüenza.
Carlos Manzo ya no está, pero su valentía nos sigue interpelando. Su muerte nos recuerda que en México el coraje tiene un precio y que callar nunca debería ser la opción. Recordarlo es exigir que su voz siga viva, que su lucha no sea silenciada por el miedo.