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diciembre 05, 2025

Quintana Roo

“El vuelo de Doña Gina”: entre flores, silencio y colibríes en el Panteón Los Olivos

Santiago Rodas / GRUPO CANTÓN

CANCÚN, QRoo.- En el corazón del Panteón Los Olivos, donde las flores parecen hablar y los vientos cuentan historias, se encuentra una tumba llena de vida y no adornada con listones azules, velas y pequeñas figuras de colibríes.

Allí, cada tarde, una mujer llamada Doña Georgina Cancinos, conocida por todos como Doña Gina, conversa con el aire.

“Vengo a platicar con mi hijo”, dice con una sonrisa que apenas oculta la nostalgia.

Su voz tiembla, pero no se quiebra. Hace cuatro años perdió a su único hijo, un joven de 27 años, alegre, estudioso, noble, de esos que parecen tener el alma hecha de luz.

Una madre, un hijo, una promesa: Doña Gina creció sin muchas oportunidades. No fue a la escuela, trabajó en lo que pudo, vendiendo comida, lavando ropa ajena. Pero su sueño siempre fue el mismo: que su hijo tuviera un futuro mejor.

“Yo no pude estudiar, mi cielo, pero tú sí lo harás”, le repetía cada mañana.

Y él lo hizo. Tres carreras, gastronomía, mecatrónica e ingeniería en audio e iluminación, que representaban el orgullo más grande de su madre.

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Hasta que una noche, sin aviso, la vida se detuvo.

“Mami, me duele mucho la cabeza”, le dijo él, sin imaginar que serían sus últimas palabras. Triste pero cierto: un derrame cerebral le arrebató la vida de la noche a la mañana, dejando devastada a la madre de su único hijo.

Tres días después, un diagnóstico fulminante: derrame cerebral.

Murió un viernes 2 de julio de 2021, a las 10 de la noche.

Desde entonces, el tiempo se volvió distinto para Doña Gina. La casa que antes vibraba con risas se llenó de ecos y fotografías. Pero ella no permitió que el silencio ganara del todo.

El plato en la mesa: Cada tarde, a las cinco en punto, Doña Gina coloca un plato sobre la mesa.

“Por si mi hijo llega a comer”, dice mientras limpia con esmero los cubiertos.

Nadie en su familia se atreve a moverlo. Es su ritual, su forma de mantener viva la presencia del muchacho que fue su mundo entero.

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El amor, cuando es tan grande, no desaparece. Solo cambia de lugar.

El colibrí: Una tarde, mientras limpiaba la tumba y acomodaba las flores frescas, un colibrí se detuvo frente a la foto de su hijo.

Pequeño, brillante, moviendo las alas con un zumbido que parecía una canción.

Doña Gina lo miró sorprendida.
“¿Eres tú, mi cielo?”, susurró.

El pajarito giró, la observó un segundo más y se elevó hacia el cielo.

Desde aquel día, los colibríes se convirtieron en sus mensajeros.

A veces aparece uno en su ventana, otras en el cementerio, y ella lo interpreta como una señal.

“Es mi hijo, que viene a decirme que está bien. Que vuela libre.”

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Un amor que no muere: En Cancún, donde el mar es espejo y el viento trae memorias, la historia de Doña Gina se ha vuelto conocida entre los visitantes del panteón.

Algunos dicen que la han visto hablar con los colibríes. Otros, que la escuchan reír bajito entre las flores.

Pero ella no busca atención ni consuelo. Solo espera ese pequeño aleteo que le confirme lo que ya sabe: que el amor de una madre no termina con la muerte.

“Cuando lo vea volar, sé que él está conmigo. Y cuando me toque irme, quiero que un colibrí me acompañe”, dice mirando al cielo.

Entre los murmullos del viento y el canto lejano de los pájaros, Doña Gina sigue visitando a su hijo cada día.

Porque hay amores que no entienden de tiempo ni de muerte.

Hay amores que, simplemente, aprenden a volar. La historia de una madre que aún no logra abrazar por completo ese amor verdadero.

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