Las iniciativas de reforma electoral de AMLO pusieron a los partidos políticos, y a los órganos electorales, como gatos boca arriba.
Aludimos el fin explícito de aquellas: abaratar el costo de la democracia a favor de los mexicanos (van ahorros por $3,600 millones).
“Algo es algo”, expresó el mandatario. No les conviene ni a unos ni a otros, de allí la politización del tema y que acusen al presidente de pretender apoderarse del INE para “robarse” las elecciones.
No obstante, el Plan B acaba con la élite burocrática dorada del Instituto: de acuerdo a su propio portal, “al menos” 123 de sus funcionarios perciben sueldos o ingresos más elevados que el paisano.
Privilegios de los mandamases -no de sus 17 mil empleados- fueron condenados a muerte, como los fideicomisos (el laboral garantiza retiros millonarios a los consejeros), despilfarro en pago de rentas, comidas, viáticos, seguros médicos privados, insumos y servicios injustificados a precios inflados, contratación de edecanes, y alquiler de autos.
Eduardo Jacobo Molina, secretario ejecutivo, amigo del presidente consejero, ha estado en el organismo desde 2008.
Lorenzo Córdova prolongó su encargo hasta el 2026 (¡tres sexenios!).
Molina es uno de los que ganan más que AMLO.
Los partidos son también mininos a la defensiva: rechazaron que en vez de 500 diputados fueran 300, y que no haya plurinominales ni de lista.
Ya lograron que no tengan que devolver a Hacienda el dinero que no gastan en elecciones, y que los partidos que pierdan el registro a nivel local lo mantengan con el nacional.
Fallaron, en cambio, en la intención de que se permita la “transferencia” de votos entre partidos, despropósito reprobado por López Obrador.
La llamada cláusula de “la vida eterna” sirve a partidos grandes para salvar a pequeños de la pérdida de registro, usurpando la voluntad ciudadana.
Y DE MAÑANA…
ESTA COLUMNA volverá a publicarse el lunes 2 de enero. ¡Feliz Navidad! y próspero año 2023…