La entrada es por la calle de Moneda. Por donde se forman los turistas. Por donde no entran los empresarios “Fifí”. Y la fila se hace desde muy temprano, apenas pasadas las seis de la mañana. Luego un muchacho, joven e indocumentado, poco amable, pasa “lista”. La “talis”, como se le conocía hace muchos años.
Una lista que no permite pasar a quienes tenemos 40 o más años de ejercer el periodismo, que abre la puerta a cualquier otro que lleve un “gafete”, así sea hechizo.
A mí, me repito, me detienen. No valen mis argumentos. Marco el celular de Jesús Ramírez, no contesta, envió mensaje… pasan los minutos, todos se atropellan al pasar, es un decir, la seguridad. Yo debo esperar hasta que mágicos teléfonos den su permiso.
Dentro ya están ocupadas las tres primeras filas. Después descubriría mi pesar, porque el presidente no llega hasta la cuarta fila, no ve las manos que insisten alzarse para preguntar. No existimos.
En cambio, delante de mí hay un señor, voz engolada, que comienza su pregunta trayendo saludos de otros periodistas que están perseguidos pero atendidos. Así dice. Es de un “portal” inexistente.
No fue el primero en poder “cuestionar” al primer mandatario. Antes, un periodista de edad, pero poco experimentado en estas conferencias, tuvo la palabra para perderse en el infinito.
Y antes de esto, antes de que llegase López Obrador, una señora muy amable da instrucciones. La más importante, que no se le entreguen papeles ni peticiones al primer mandatario, que solamente se tienen dos preguntas por turno.
El segundo en preguntar venía de Campeche, de un oscurísimo “portal” de Internet, y preguntó qué opinaba de que los hombres mayores de 40 años no consiguiesen trabajo fácilmente. De entre 40 y 60 años, para ser exacto. Tardó cuatro minutos en esta “pregunta”. Como López Obrador es buen comunicador aprovechó para hablar de la corrupción, tema favorito.
Además de ser buen comunicador, Andrés Manuel es un seductor. Domina la escena de una manera asombrosa. Siempre gana, siempre tiene algo que decir. Está muy cómodo.
El día anterior, Mario Vargas Llosa había hecho declaraciones muy duras, ofensivas, contra su persona, por lo de la carta al rey de España. Su esposa, Beatriz Gutiérrez, había declarado, lapidaria: “Qué vergüenza”. Yo, ingenuamente, mientras esperaba una oportunidad que no llegó, estaba cierta que su opinión era la pregunta obligada.
No fue así. Uno de los “preguntones”, todos fueron “rolleros” excepto dos o tres reporteras, quería saber su opinión del discurso de Salvador Allende en la ONU…
La lección de comunicación presidencial, de profunda incapacidad por parte de los periodistas, duró hora y media. Sin un gesto de fastidio del presidente.
Yo salí sintiendo que era un desperdicio brutal, de pena ajena, que quienes van a estas conferencias no tenga la más remota idea de la realidad, no se preparen, excepto las reporteras a las que conoce por su nombre, no cuestionen, no vuelvan a preguntar, en pocas palabras: no hagan su trabajo.
Porque vaya que Andrés Manuel hace su chamba de comunicador con excelencia…