El melodrama compitió con la trama judicial hasta el último momento. A decir de las crónicas, más románticas que judiciales, El Chapo parecía menos interesado en la resolución del jurado que seguir con la mirada a su esposa y asegurarle con un gesto romántico su amor eterno. Así concluyó el juicio del narco más famoso de las últimas dos décadas, un show convertido en temporada mediática, a pesar de que todos dábamos por descontado el final: veredicto de culpabilidad y muy probable sentencia a cadena perpetua.
Es un show que, por desgracia, confirma todos los clichés tan convenientes y acomodaticios para las buenas conciencias norteamericanas en el tema de las drogas: en efecto, las pruebas y testimonios muestran que los narcos mexicanos son sanguinarios, astutos, maestros en el arte de corromper autoridades, hombres todopoderosos que dominan a Gobiernos endebles. Pero sobre todo, confirma lo que las series de televisión han mostrado una y otra vez: los capos latinoamericanos son responsables del tráfico de drogas que victimiza a tantos estadounidenses.
Como todos los clichés, este también pone en evidencia tanto como lo que esconde. Porque, es cierto, resulta imposible negar después de dos fugas de la prisión (también cinematográficas) y una vigencia de 25 años, que la justicia mexicana simple y sencillamente no podía en contra del líder del cartel de Sinaloa. O para decirlo rápido, que no puede en contra del crimen organizado.
Todo ello es cierto, pero solo es una parte del fenómeno. El cliché convierte a los capos en origen y explicación del tráfico de drogas, cuando en realidad no son más que el instrumento al que recurre la realidad para satisfacer una necesidad, el consumo, expresado en una derrama descomunal cifrada entre 20.000 y 40.000 millones anuales de dólares, según la fuente que se utilice.
La narrativa con la que se justifica el juicio en contra de El Chapo en Nueva York, al margen de su correlato jurídico, se centra en los crímenes cometidos en contra de los ciudadanos de aquel país. Como si se tratase de una fuerza satánica, prohijada en tierras sin ley ni Dios, que asciende a la superficie, cruza la frontera y llega al mundo prístino y civilizado a pervertir a sus habitantes.
Para muchos mexicanos, el fenómeno opera justamente al revés. La ley nunca ha campeado en estos reinos, es cierto, pero fue el enorme flujo económico procedente del norte y su terrible capacidad corruptiva lo que infiltró a las policías y puso de rodillas al sistema de justicia. Son las armas automáticas introducidas clandestinamente por la frontera las que otorgan el poder de fuerza imbatible a los sicarios de los carteles. En suma, el verdadero combustible del tráfico de las drogas son las armas, el dinero y la adicción made in USA.
La realidad seguramente se encuentra en algún punto entre estas dos versiones. Cualquiera de ellas, por sí misma, caricaturiza un fenómeno complejo que victimiza a unos y a otros. Por desgracia, lo que vimos durante el juicio de El Chapo fue justamente una sola de estas versiones.
Nada se dijo sobre el hecho de que la droga que pasa por la frontera debe recorrer ilegalmente miles de millas para llegar a Nueva York o Chicago por vías de comunicación controladas por las supuestamente eficaces e incorruptibles autoridades estadounidenses.
Se habla de la porosidad de la frontera mexicana que permite el trasiego desaforado de la cocaína o la pasta para la heroína, pero no se dice nada sobre la frontera estadounidense que permite el paso de armas y bultos de dinero, más voluminosos que la droga misma.
Pero los fiscales neoyorquinos estaban el negocio de ver la paja en ojo ajeno, no la viga en el propio. La revelación en varios capítulos del triángulo amoroso entre El Chapo, su amante y su esposa, ofreció a los medios de comunicación la vertiente melodramática para sostener la atención y los ratings imprescindibles.
Pero sobre todo permitió mantener el interés en una historia que tenía como protagonista a un hombrecillo que en el fondo resultó muy inferior a su leyenda. Cruel y rapaz, enamoradizo, provinciano y sentimental, pero sin más profundidad que su tozudez para deshacerse del rival en turno y para fornicar con la mujer que se pusiera en su camino.