Enrique Peña Nieto es el responsable histórico de adecuar la estructura política, jurídica y administrativa del desgobierno que encabezó para impedir que se conociera la verdad de lo sucedido en Iguala, Guerrero, cinco años atrás, y de permitir u ordenar que su cínico subordinado, Jesús Murillo Karam, fabricara y postulara la criminal “verdad histórica”.
Tomado por sorpresa cuando creía estar en un punto muy alto de su gestión, Peña Nieto pretendió esconder bajo la siempre agitada alfombra guerrerense la tragedia que marcaría su sexenio. Acababa de recibir un reconocimiento de Enlace Judío y la élite empresarial, diplomática y religiosa de Estados Unidos relacionada con México, como reseñó esta columna en 2014 (https://bit.ly/2mJ4QXC ): “el 23 de septiembre de este año, el rabino Arthur Scheneier se aventuraba en Nueva York, al entregar a Enrique Peña Nieto el premio Estadista Mundial 2014: “A veces tengo profecías, y usted me oyó decir antes acerca de que usted va a asumir un papel de liderazgo en la escena mundial”.
La verdad es que la invertebrada administración peñista entró en imparable declive a partir de aquella noche de Iguala. Nunca como en esa ocasión quedó de manifiesto la postración del Estado mexicano (sus órganos de “inteligencia”, civiles y militares; su aparato de seguridad pública, en los niveles municipal, estatal y federal) ante el aplastante poder de los grupos del crimen organizado que resultaron intocables, imparables, ante la decisión de la criminalidad mafiosa de imponer sus leyes y castigos contra decenas de estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa.
Peña Nieto reaccionó como lo había hecho y seguiría haciendo mientras ocupó la silla presidencial: un maniquí de copete distintivo cuya función principal era la de permitir o propiciar que los grandes intereses de cualquier signo y ámbito pudieran continuar en sus tareas de depredación, saqueo, iniquidad e inequidad. Primero pretendió mantener el tema Iguala-Ayotzinapa a distancia, confinado al ámbito guerrerense. Diez días después tuvo que asumir que era una tragedia de resonancia internacional y bajo su frívola inducción comenzó la tarea de esconder, disimular, engañar.
Hacer que nada se supiera, haciendo como que todo se hacía. Borrar indicios de la colusión de narcotraficantes, políticos y funcionarios. Abrir la puerta a instancias e investigadores internacionales para luego impedirles llegar al fondo e incluso para desatar en su contra campañas de desprestigio. El clásico juego del policía-funcionario bueno y el malo: instancias gubernamentales más comprensivas, preocupadas pero acotadas o francamente paralizadas por los policías-funcionarios malos. El Ejército como instancia inalcanzable, con el secretario de la Defensa Nacional convertido en rudo garante de la impunidad de sus subordinados bajo sospechas o acusaciones.
A cinco años, la vergüenza nacional continúa. No se ha podido deshacer el embrollo voluntariamente realizado por el peñismo y sus ejecutores más visibles, Murillo Karam y Tomás Zerón de Lucio. No bastan las buenas intenciones explícitas del aparato de gobierno ahora a cargo de Andrés Manuel López Obrador. Se necesita un alto presupuesto operativo, que la austeridad obradorista no ha determinado si se otorgará.
Y se necesita una férrea voluntad política que esté dispuesta a abrir el arcón de los horrores complicitarios, lo cual implicaría investigar y procesar a personajes del pasado hasta ahora amnistiado a discreción por el actual Presidente. Además, se necesitaría hurgar y castigar a segmentos de las fuerzas armadas que hoy dan respaldo esencial, casi inafectable, al gobierno andresino sujeto a presiones crecientes.
Cinco años: Peña Nieto tan campante; Murillo, preocupado pero haciendo declaraciones y sosteniendo su versión mendaz; el actual gobierno, solidario y cercano a los familiares de los 43 pero aún insuficiente a la hora de teclear estas líneas; y aún sin saberse el paradero y la verdad de lo sucedido con 43 jóvenes. Esto es México. ¡Hasta mañana!