Fueron mayores las consecuencias en las redes sociales que en las calles. El nuevo intento organizativo de los opositores a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador tuvo mejores resultados numéricos que en anterior esfuerzo, pero aun así resultó políticamente insuficiente, aritméticamente delator de que no ha prendido un ánimo crítico y de confrontación a ese obradorismo.
En cierto sentido podría decirse que las marchas organizadas en varias ciudades, la principal y más ilustrativa en la capital del país, resultaron contraproducentes y, en ese sentido, un fracaso para sus organizadores y promotores. El secretario de comunicaciones y transportes, Javier Jiménez Espriú, lo resumió en un tuit de humor dominical: “Nunca pensé que todos los que están contra AMLO fueran a la marcha, pero sí… ¡FUERON TODOS!”.
Una concurrencia de entre doce y quince mil personas, según diversas estimaciones (entre ellas, la de la policía capitalina), poco representa frente a la capacidad de convocatoria de un político, López Obrador, que no solo ejerce el poder presidencial de una manera explícitamente controladora sino que diariamente practica una fórmula informativa tempranera que mantiene activas a sus bases políticas y electorales y que los fines de semana reúne a miles de personas para entregarles recursos asistenciales.
Demandar, desde una precariedad numérica tan evidente, la renuncia del presidente de la República más popular y mejor votado desde los tiempos de Francisco I. Madero, proviene de una prisa política que vuelve tales marchas y exigencias en una desproporción que se diluye, se anula por sí misma. Al irse tan rápidamente al extremo, sin buscar una espiral progresiva de la protesta, esta oposición en vías de aprendizaje polariza y se limita.
Pocos en las calles, sin una bandera que ya pudiera tener validez (se están juzgando las hechuras de cinco meses de gobierno federal formal), carentes de bandera, discurso y una buena estrategia, los opositores al obradorismo, y demandantes de su caída, dan cuenta de una visión que se va extendiendo en ciertos segmentos de las clases medias y, sobre todo, media alta y alta.
La revisión inmediata de lo sucedido ayer puede dar paso a visiones jocosas como la emitida por el secretario Jiménez Espriú, pero la llamada Cuarta Transformación cometería un error si no analizara los hechos con frialdad, para entender que la incertidumbre y las restricciones derivadas de las políticas obradoristas han ido creando un caldo de cultivo para formas de descontento que, incentivadas en su momento por algún tipo de descompostura en el plano económico, pueden aportar contingentes y ánimos para una acometida contra el obradorismo que podría ser más numerosa y “desencantada”.
Para fortuna del obradorismo, no hay organizaciones ni líderes que hoy pudieran potenciar ese inconformidad de segmentos naturalmente indispuestos con un gobierno como el obradorista. Vicente Fox Quesada ha saltado con rapidez para tratar de ocupar ese puesto de liderazgo, con su prosa políticamente silvestre y su protagonismo clásico (en León, Guanajuato, participó en la manifestación local). Felipe Calderón Hinojosa, promotor del partido México Libre (esas dos palabras fueron expresadas en distintos modos y momentos durante la marcha capitalina) también aprovechó para sumarse al aún incipiente movimiento. Javier Lozano Alarcón, quien fue alto funcionario durante el calderonismo, colocó en Twitter una fotografía de años pasados y correspondiente a otra movilización, con un tramo del Paseo de la Reforma lleno de manifestantes, cuando la realidad de ayer fue totalmente distinta.
Por otra parte, lo que queda del Partido de la Revolución Democrática festejó ayer de manera casi funeraria sus treinta años de vida. Intrascendente y desfondado, es símbolo del fracaso de un intento político y electoral desde la izquierda pero, al mismo tiempo, con sus figuras y estilos migrando hacia Morena, una advertencia de lo que no debería reciclarse en nuevas etiquetas partidistas.
La situación del PRD es sumamente difícil. Tiene bancadas legislativas de dimensiones liliputienses, en comparación con lo que llegó a ser: once diputados federales y cinco senadores, lo cual le coloca en una condición de pequeño entre la chiquillada tradicional. Nada que ver con el partido que con Cuauhtémoc Cárdenas y López Obrador como candidatos presidenciales en distintas fechas acarrearon votos suficientes para dar fuerza numérica y programática a su representación en San Lázaro y el Senado.
Cárdenas, como López Obrador y la inmensa mayoría de sus figuras emblemáticas, ya no militan en eso que se sigue llamando PRD. Su elenco no les da ni siquiera para contar con algún nombre fuerte o importante para colocarlo en la dirigencia nacional: a falta de una presencia relevante, tienen una dirección colegiada, con Ángel Ávila, de Nueva Izquierda, como eje.
El partido que nucleó las esperanzas nacionales de cambio está en vías de desaparición, al menos bajo las siglas actuales. Su desprestigio es enorme, mero cascarón en busca de asociarse con algunas fuerzas que le permitan sortear con números mínimos la aduana de las elecciones intermedias. Su más reciente y desesperada alianza le resultó funesta: el panista Ricardo Anaya como candidato presidencial compartido terminó por hundir cualquier posibilidad de sobrevivencia decorosa. Los Chuchos (Jesús Ortega, Jesús Zambrano, Carlos Navarrete, y los escindidos “Galileos”) buscan reacomodos y relanzamientos desde una posición de derrota histórica.
Y, mientras el presidente de la República ha dicho en Coahuila que en México no hay generales que pertenezcan a la “mafia del poder”, ¡hasta mañana, con la CNTE reactivada en la presión y las negociaciones para ajustar reformas educativas en esta semana de definiciones legislativas sobre la materia, en el terreno constitucional!