• Sin identidad; continuista
• Invocante del modelo Edomex
• Cerrar los ojos; dejar pasar
Un problema evidente de José Antonio Meade Kuribreña es su aparente falta de identidad (lo cual, para fines prácticos, es su verdadera identidad a conveniencia). No tiene credencial de priista pero se ha esmerado, a niveles tragicómicos, en identificarse con los modelos más depurados del peor priismo (“¡háganme suyo¡”, la frase dicha ante la cúpula cetemista, es una de sus cumbres definitorias); no es un político sino un tecnócrata, pero se ha aplicado a practicar las suertes más deplorables del priista clásico; no ejerce ya ningún cargo en el gabinete presidencial pero se ha mantenido como fiel defensor del ocupante de Los Pinos, garante de continuismo y aspirante a ser el sujeto pasivo de un proyecto de minimato peñista.
“Pepe Toño”, como le dicen sus cercanos, no ha atinado a precisar la propuesta de cambio o mejoría que podría ofrecer a los votantes: justifica y apoya lo hecho en las nefastas administraciones federales de las que ha formado parte (con Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña como jefes); alega una honestidad personal que no se tradujo en celo para impedir que los bienes nacionales fueran dilapidados o saqueados por pillos con cargos de gobierno, y proclama características personales (su experiencia como funcionario, su dominio del inglés, manejar personalmente sus automóviles, jugar dominó con su familia) como complemento de una propuesta de gobierno que a nivel popular suele denominarse “más de lo mismo”.
En términos netamente políticos, Meade es percibido como un rehén de turbias pero vigorosas fuerzas de poder que le han impuesto a los coordinadores de su entorno político (sobre todo, a Aurelio Nuño y a Enrique Ochoa Reza), que han definido la mayor parte de las listas de candidaturas al congreso federal y que suministrarán los capitales económico y de tecnología mapache para tratar de imponer un “triunfo” fabricado a favor del PRI, “haiga de ser como haiga de ser”.
A contrapelo de las prendas de decencia, honorabilidad, prudencia y benevolencia religiosa que sus cercanos le adjudican, Meade ha colocado en el centro de su estrategia de campaña el modelo de defraudación electoral escandalosamente practicado en el Estado de México. Ese modelo se significa por el uso desbordado y descarado de recursos públicos, con los secretarios de estado y los directores generales de la administración federal convertidos en responsables operativos de la compra de un volumen determinado de votos y de la movilización adecuada de esos votantes comprometidos. Además del uso del erario para el cumplimiento de esas metas, sobre todo mediante los programas asistenciales, el modelo del Estado de México ha elevado el nivel de peligrosidad delictiva, con bandas del crimen organizado dedicadas a amedrentar a opositores y a influir, en términos positivos o negativos, en la movilización electoral.
Por sí mismo y en circunstancias como las actuales, Meade podría ser considerado un candidato virtualmente derrotado, sin una expectativa natural de alcanzar y rebasar a un delantero, Andrés Manuel López Obrador, e incluso sin haber rebasado al opositor circunstancial, Ricardo Anaya Cortés. Pero es probable que se cometa un error de cálculo si se considera tempranamente doblegado al aparato PRI-Gobierno y si se considera que no podrá modificar, a la fuerza y a su conveniencia, muchos de los escenarios vigentes.
En realidad, los tres meses de la campaña formal por iniciar serán de una intensidad inusual. Muchos de los rasgos están a la vista: guerra propagandística sucia y preparativos para el fraude electoral. Pero, además, la maquinaria tricolor de compra del voto está incentivada, más que nunca, por las carretadas de dinero sustraído de las arcas públicas, y varios de los personajes clave de las manipulaciones por venir son políticos o funcionarios con temor de ser desposeídos de sus fortunas mal habidas o de caer en procesos judiciales adversos. En peligro ante un López Obrador que ofrece amnistías pero no todos se lo creen, o de un Ricardo Anaya vengativo, al que han golpeado secamente con buenas y malas artes, hoy el Meade aparentemente bonachón tiene entre sus fuerzas de apoyo a una legión de generales con mucho dinero, mucha experiencia maligna y muchos deseos de impedir, al costo que sea, un mínimo cambio que les pueda afectar.
En todo caso, y haciendo a un lado el expediente extremo del fraude electoral, José Antonio Meade requeriría tomar decisiones y mostrar definiciones. Hay un segmento de votantes, entre conservadores y pragmáticos, que no confían en López Obrador y tampoco en Anaya, por lo cual no les quedaría más que la opción del pentasecretario de Estado. Con todo y los horrores del peñismo, hay quienes encuentran un aire aceptable en el tecnócrata que dice que sí sabe cómo hacer las cosas. Esa franja de probables adherentes a Meade podrá incrementarse en estos noventa días de fragor en que la figura de AMLO será pasada por hornos de “contraste”: los propagandistas del candidato del régimen intentarán convencer a los sectores ciudadanos menos ideologizados del “peligro” que representa el tabasqueño, con la cantaleta venezolana como himno de batalla.
En todo caso, y llevando este análisis a un terreno propositivo, Meade tendría que deslindarse drásticamente de Peña Nieto (y del tutor Luis Videgaray) y plantear con claridad sus propuestas diferentes. Debería despojarse de los ropajes de dinosaurio de tres colores que le han impuesto sus captores de Palacio y tendría que asumir un lenguaje directo y confiable. Con la absoluta seguridad de ganar el envite, se podría apostar a que eso no sucederá. Es más probable que Meade continúe en el papel de la cara sonriente y amable que diga no enterarse de lo que hacen y harán los operadores políticos y electorales que Los Pinos ya ha instalado. Esa es la definición e identidad reales de Meade, aunque él siga jugando a parecer indefinido. ¡Hasta mañana!