Ceremonias y discursos
Demanda de cambios reales
Barros Sierra, en lugar de GDO
Los dos méxicos, con sus respectivas subdivisiones, se mostraron activamente en el recuerdo de lo sucedido cincuenta años atrás, en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco.
Por un lado, el México del oficialismo tradicional, con discursos y presencias desde las antípodas (Alfonso Navarrete Prida, secretario de Gobernación del languideciente régimen priista, político modélico de la escuela mexiquense), ceremonias formales (banderas a media asta, torres rectorales con juegos de luces y de palabras. pero sin compromiso más allá de lo declarativo.
El propio rector Enrique Graue; pretendiendo acomodar los hechos del 68 a los resultados electorales de 2018; actos públicos de ensalzamiento de lo simbólico inmediato como cumplimiento de efeméride olvidable al siguiente día.
Y el ocupante de Los Pinos, en su fuga política de los meses recientes, el pasado lunes Peña Nieto en Guanajuato, inaugurando obras de mejoría y ampliación de instalaciones aeroportuarias.
La subdivisión del oficialismo en ruta de dominancia política (el morenismo ya en control del congreso; en Palacio Nacional a partir del próximo uno de diciembre) aportó las notas más sustanciales y comprometidas: letras de oro en muros y balcones camerales de honor, reiteración obradorista de nunca usar al ejército contra el pueblo, guiños hacia diversas formas de revisión del pasado represivo, y declaraciones mediáticas más cercanas a la visión popular de los hechos de Tlatelolco.
Por la tarde, caminar capitalino desde diversos puntos, con destino a la Plaza de la Constitución, el Zócalo receptor de las protestas de (casi) siempre. La reiteración de la protesta ciudadana, de las consignas y las pancartas, los discursos encendidos y los reclamos ante las apariencias y las simulaciones de cambio en el México del medio siglo reciente. Demandas de reapertura de comisiones de investigación de crímenes políticos, exigencia de un cambio verdadero de régimen, la esperanza y la presión, más allá de lo meramente electoral.
También en estas columnas manifestantes hay cuando menos dos subdivisiones evidentes. Una, la mayoritaria, de ciudadanos que retoman las calles y acompañan la protesta desde un plano organizado, incluyente y pacifista, recelosos de provocaciones e infiltrados. Es, si cupiera la simplificación, la actitud prevaleciente en el grueso de la ciudadanía mexicana: impulsar cambios y exigir congruencia, pero desde planos cuidadosos, graduales, no desbordados.
Hay otro segmento, que descree de los oficialismos y las promesas. Va más allá del hartazgo esperanzado y, en ese núcleo de arrebatos, convergen tanto las explosiones genuinas de ánimos desesperados como la inserción tramposa de violencia reventadora, que da pie a coberturas periodísticas descalificadoras y a la desconfianza del flujo general de participantes.
A fin de cuentas, puesta ya la palomita de “cumplido” sobre la fecha en el calendario, el país sigue viviendo problemas diferentes en sus expresiones concretas (ahora: el crimen organizado, la terrible inseguridad pública, el neoliberalismo arrasador, la corrupción llevada a extremos criminales) pero similares en cuanto a atraso, desigualdad, injusticia e insuficiencia del sistema político y sus variables “democráticas”.
Una cascada de ejemplos deplorables se desató en las cuentas de internet de un tecleador astillado luego de la propuesta de retirar de la nomenclatura urbana los nombres y apellidos de personajes nefastos de la política pasada y reciente. En todas las ciudades del país hay escuelas, jardines de niños, clínicas, hospitales, avenidas, bulevares, puentes, libramientos, y obras públicas en general que llevan la referencia de quienes han gobernado el país, los estados y los municipios, en autohomenajes personales, familiares y grupales que no coinciden con la apreciación popular, sino todo lo contrario.
En ese contexto, el periodista Jenaro Villamil propuso ayer que el nombre del digno y ejemplar rector de la UNAM en 1968, Javier Barros Sierra, ocupe el lugar de aquellos sitios donde se haya asentado el del repudiado Gustavo Díaz Ordaz.
Caricaturesca situación de lo que alguna vez fue el referente de la lucha electoral de la izquierda: el Partido de la Revolución Democrática (PRD) está en riesgo de perder la aritmética mínima que le permite asumirse como “grupo parlamentario” con derecho a oficinas, prerrogativas y participación en la coordinación política del Senado.
Necesitado de cuando menos cinco legisladores de esa cámara, el partido del sol azteca se ha quedado en tal frontera, pues el sexto de sus senadores, Rogelio Israel Zamora, decidió pasarse al Verde Ecologista de México. Otra ironía del caso es que el coordinador de esa bancada en el límite de la supervivencia burocrática es Miguel Ángel Mancera, el prófugo del gobierno de la Ciudad de México que fue postulado tramposamente al Senado por el comité chiapaneco del Partido Acción Nacional y así, “sin partido”, funge como capitán de la naufragante barca negro y amarillo.
Morena corre el riesgo de que la recolección laxa de candidatos a puestos de elección popular en los estados, donde ahora son ganadores, discurra por canales políticos distintos a los deseados por el arrollador partido. El reciclamiento de personajes saltarines de otros partidos, o provenientes de los peculiares aliados (PES y PT), está provocando episodios discordantes en varios lugares.
En Sonora, por ejemplo, los diputados locales del Partido del Trabajo votaron junto al PRI para impedir que Morena, con su mayoría relativa, pero no suficiente para alcanzar la mayoría calificada, cambiara a 16 funcionarios del congreso estatal que fueron sembrados por el partido tricolor y la gobernadora Claudia Pavlovich. En Campeche, los diputados formalmente de Morena propiciaron que el gobernador priista Alejandro Moreno Cárdenas, “Alito”, mantenga el control del congreso. ¡Hasta mañana!