La economía, a la baja con perspectivas de crecimiento casi nulas, es lo que mueve a los mexicanos a salir a las calles. Ni siquiera los sonados sucesos de Iguala, ni las matanzas militares en Tlatlaya y Tanhuato, provocaron las reacciones furiosas derivadas de la subida arbitraria de los precios de los combustibles. Es más, nadie entiende –salvo los economistas oficiales–, cómo es que enviamos crudo a los Estados Unidos, a precios de oferta, y nos devuelven el producto, refinado como gasolina, para cubrir el 53 por cierto de nuestro mercado. Tal es el absurdo mayor en un país que se preciaba de ser generador de petróleo.
Agustín CarstensCarstens, aún gobernador del Banco de México –dejará el cargo el 1 de julio en las vísperas de los comicios en el Estado de México, en donde se avergüenzan de ser la cuna del peñismo, la saqueada Coahuila y la marginada Nayarit–, tiene ya su propio proyecto general. Pasará al Banco de Pagos Internacionales desde donde, hipotéticamente, podría auxiliar a liberar parte de la asfixiante deuda pública de México que ya llega al equivalente al 42.2 por ciento del Producto Interno Bruto, con siete billones y medio de pesos obrando en contra de cualquier intento de desarrollo.
Para el efecto, es necesario contar en el Banco de México con un lacayo de Carstens, listo a actuar según consigna; y para ello ya está preparado Alejandro Díaz de León Carrillo, incorporado a Banxico como subgobernador el primer día del presente año. De esta manera no habrá obstáculos para imponer condiciones, amortizadas por Carstens pero inevitables, a unas finanzas moribundas. Tal es el peor de los legados del peñismo.
La bancarrota está tan cerca como la posibilidad de una declaratoria como “estado fallido” para nuestro país, condenado por una clase política cómplice –de los intereses de fuera–, y absolutamente amoral, dispuesta a venderlo todo para blindarse sobre los rencores sociales y las protestas por venir… si dejamos que se salgan con la suya.
De ello surge la urgencia de poner un punto final.