Lo que las encuestas más difundidas proyectaron para que no sucediera, sucedió. No fueron factor de influencia. Al despuntar el día la fiera se había tragado a la domadora con todo y látigo. ¿Cómo imaginar la vida con un futuro que se anuncia catastrófico? Nada sencillo. Nada fácil.
La sociedad norteamericana (y parte del mundo) amaneció dividida. Hillary Clinton tardo varias horas en dar la cara. El tiempo necesario para terminar de recibir el golpe y atemperar el ánimo con el mal momento. También para que su cuarto de guerra evaluara las perspectivas y decidiera la respuesta. Optaron por honrar su tradición política, conceder legitimidad al resultado, llamar a la unidad nacional y devolver la cortesía a Trump que había hecho, en su estilo ecléctico, un discurso conciliador y de mano tendida.
Por contrario, los poderosos medios de comunicación aliados de los Demócratas lanzaron sin contemplaciones la alerta: es una tragedia, una amenaza; hay que esperar lo peor y prepararse. El belicismo altanero que los norteamericanos esparcen por el mundo les toca tambores de guerra dentro de la aldea.
Los grupos sociales sensibles a ese llamado no saben bien cómo reaccionar. Son momentos ya vividos en la historia. Los más, se hacen creer a sí mismos que no sucederá nada porque pensar lo contrario altera gravemente la estabilidad cotidiana. Algunos otros encienden la luz preventiva y se mantienen observadores alertas. Los menos, se preparan, se atrincheran o se escabullen a tiempo. Hay quienes se radicalizan rechazando el resultado, como sucede en California.
La vertiente internacional también tiene sus bemoles. Diversos países se pusieron en condición preventiva. Parece haber llegado una negra y larga noche. Está tensa.