El conflicto por la llegada de Uber a Quintana Roo, la empresa que ofrece el servicio de transporte de pasajeros haciendo uso de tecnología inteligente, amenaza con salirse de control.
Contrario a lo que se supone, el trasfondo del asunto no es el que se ventila públicamente como una pugna entre taxistas temerosos de perder sus fuentes de ingresos contra los tecnológicamente avanzados –también avezados– dirigentes de Uber que quieren su rebanada del pastel, sino más bien en los fuertes intereses políticos y económicos que evidentemente se esconden detrás.
El tema va más allá de la disputa de un mercado que por un lado los gremios sindicales creen de su exclusividad, ejerciendo un supuesto derecho que les otorgó el ser aliados de un partido que por cuatro décadas detentó el poder y con el que tejieron las más redituables alianzas, en tanto por el otro una empresa externa intenta colarse con el argumento de la conveniencia de la libre competencia.
Desde el momento mismo en que las dos principales cabezas del poder político en Quintana Roo: el gobernador saliente Roberto Borge y el entrante Carlos Joaquín, tomaron parte en el conflicto, fijando posturas y midiendo fuerzas, se evidenció que había algo más detrás del asunto.
Es cierto que Borge aún tiene la facultad constitucional –le quedan nueve días de mando– de intervenir en cualquier asunto que afecte al patrimonio o la seguridad de los quintanarroenses, pero también es cierto que su sucesor, Carlos Joaquín, tiene igual que empezar a mostrar la madera de la que está hecho y el tema de la reforma “a modo” de la Ley de Transporte por parte de la pasada Legislatura para “blindar” a los taxistas, es un tema que ya trae en la agenda.
Aquí la gran incógnita es por qué Uber decidió ingresar en los momentos en que el estado atraviesa por una complicada transición, a sabiendas de que su presencia, al igual que en muchas otras partes del país y del mundo, no sería inicialmente bien recibida y generaría una inestabilidad social que afectaría no sólo los últimos días de gobierno de Borge, sino también, de paso, la asunción de Joaquín.
Guste o no, la reformada Ley de Transporte está vigente, no es –como ninguna– retroactiva y si alguien le dio a Uber el derecho de picaporte para participar en el servicio de transporte de pasajeros con la nueva administración, lo más lógico y sensato hubiera sido esperar un par de semanas más para entrar, donde habría encontrado un escenario y condiciones bastante diferentes.
A no ser, claro, que alguien haya tenido el oculto interés de generar un conflicto social que complicara la salida de Borge, sin imaginarse que en efecto “boomerang” la estrategia se le revertiría a Joaquín, contra quien protestaron ayer miembros de 17 sindicatos de taxistas que aglutinan a más de 100 mil personas.
Un grave error de cálculo político, del que el coordinador del enlace de Transporte del equipo de transición joaquinista, Sergio González Rubiera, tiene mucho qué explicar.