A Donald Trump se acredita haber vaticinado la caída de la Unión Soviética aunque, en realidad, en 1990 sólo sacó la conclusión lógica de un colapso que estaba a la vista. Su argumento era la debilidad mostrada por el gobierno soviético, la “falta de firmeza” de Mijaíl Gorbachov quien, poco después, se desbarrancaba junto con la otrora potencia.
Fiel a esa línea argumental de la ‘fortaleza necesaria’ Trump construyó su campaña sobre la machacona retórica de “regresar Norteamérica a su grandeza”, con el supuesto de que los gobiernos recientes han sido débiles, complacientes y hazme reír del mundo: “El país está en serios problemas. Ya no tenemos victorias. Perdemos con China, perdemos con México, tanto en el comercio como en la frontera. Perdemos con todos. El sueño americano murió. Yo lo voy a revivir. La mayoría silenciosa volvió y vamos a recuperar el país”. Hubo quién se preguntó si era programa político o consigna vacía. Fue la llave maestra. La mitad de los electores se lo aceptó y lo apoyó otorgándole los votos necesarios, convenientemente acomodado en un esquema electoral que le permitió ganar sin obtener la mayoría de sufragios ciudadanos.
Lo paradójico es que ese discurso, su estrategia y el resultado fueron acompañados de una alianza anticlimática con el gobierno ruso al que se señala estar detrás de una compleja maraña de filtraciones confidenciales y hackeos de correos electrónicos que dañaron a Hillary Clinton en el momento cúspide de la competencia y que el propio Trump, malicioso, alentó abiertamente en campaña. El Presidente electo piensa que jugar a la Ruleta Rusa será de utilidad para recuperar la grandeza de su pedazo de América. Se le puede escapar la bala.