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Poder militar y elecciones

El periodista mexicano radicado en Los Ángeles, Rubén Luengas, vino a la Ciudad de México y por la Avenida Insurgentes vio el rodar de un vehículo militar en cuya parte trasera, al descubierto, viajaban algunos soldados, apacibles, aunque con sus armas entre las piernas (https://goo.gl/4CYCRc). No pudo evitar el preguntarse, según publicó en su cuenta de Twitter (@rubengluengas ): “¿Se cocina en México un cambio entre el poder civil y el poder militar? ¿lo civil puede llegar a quedar subordinado a lo militar?”.
Ese armado transcurrir verde olivo entre las arterias civiles capitalinas no es frecuente, como sí lo es en muchos lugares del país, donde es común la constante movilidad castrense, incluso con piezas artilladas listas para el ataque. “Normalidad” militarizada como parte dolorosamente necesaria de la muy deshecha red de presunta protección a los ciudadanos que tratan de sostener los últimos puntales de la institucionalidad, las fuerzas armadas (ejército y Marina) emplazadas como recurso extremo que, al mismo tiempo, se entrampa en violaciones a los derechos humanos, delictividad mortal y las tentaciones, consumadas en varios casos, de los largos brazos corruptores del crimen organizado.
El rodar de soldados en las calles de la capital del país forma parte de un proceso de militarización que se ha detonado a partir del golpe al cártel de Tláhuac y la ejecución de su jefe, apodado El Ojos. Operaciones militares y policiacas que se habrán de cumplir en todas las delegaciones de la Ciudad de México, a menos de un año de los comicios que se encaminan a cimbrar al país, con la capital como sabida caja de resonancia, probable proveedora de votos en favor de la oposición al sistema y eventual centro de resistencia, si se optara por otro fraude electoral.
El cambio en las relaciones de poder entre lo civil y lo militar, sobre lo cual se preguntaba el periodista Luengas (ganador de reconocimientos profesionales en México y Estados Unidos), ya es una realidad. La trágica decisión de Felipe Calderón, de sacar a las fuerzas armadas de sus cuarteles a partir de diciembre de 2006, y la continuidad de Enrique Peña Nieto en esa línea de cesión de espacios a las élites castrenses, han significado una mayor presencia pública, y política, de los jefes de las armas nacionales (a veces, con discursos impensables en las etapas del presidencialismo fuerte) y una dependencia peligrosa del decadente poder civil (envuelto en escándalos, corrupción y frivolidades) respecto a los militares.
Las fuerzas armadas mexicanas están, además, estrechando relaciones con sus pares estadunidenses, las cuales muestran una voluntad de mando inapelable en materia de migración, protección de la frontera sur de México (la nueva frontera, extendida, del vecino país) y exterminio de las expresiones incontroladas del crimen organizado, de los bad hombres, con una capacidad de control del aparato castrense mexicano que se ha reforzado al pasar el general en retiro, John Kelly, de la específica secretaría de seguridad interior a la influencia y la supervisión globales como jefe de la oficina del cada vez más desquiciado Donald Trump.
Las redefiniciones de facto en cuanto a la instrumentación de las fuerzas armadas (que insisten en la necesidad de “regularizar” su actuar, y ante las cuales Peña Nieto ha llamado a los soldados a no obedecer órdenes que puedan caer en la ilegalidad) se producen al mismo tiempo que se aprieta el puño mediático, para reducir o cercenar expresiones críticas y buscar un alineamiento informativo y de análisis, justificando o no criticando a fondo ni en contexto las cada vez peores pifias institucionales y minimizando e incluso satanizando el ejercicio opositor.
El caso Venezuela es un ejemplo vibrante del desequilibrio en el abordamiento de un tema con evidentes claroscuros. De hecho, el tratamiento generalizado del tema, en la mayoría de los medios electrónicos mexicanos, fomenta de manera abierta la vinculación o equiparamiento de los sucesos del país sudamericano con los comportamientos y desenlaces que creen se derivarían de un triunfo de Morena, cargando la tinta en establecer supuestas similitudes entre los perfiles políticos de Nicolás Maduro, como antes Hugo Chávez, con Andrés Manuel López Obrador.
Un ejemplo de lo que se viene con la inquisición mediática: logró inhibir, hasta su virtual supresión en términos políticos, la casi obligada reacción de protesta que el morenismo debió emprender de inmediato, luego del monumental fraude electoral en el Estado de México. Temeroso de las consecuencias que en la ruta hacia la elección presidencial podría tener la defensa enérgica de derechos cívicos en esa entidad, el nuevo partido prefirió allanarse ante la realidad electoral y el porfiado amago mediático, en una suerte de chantaje aceptado con la esperanza de que otra apuesta, la mayor, en el casino de las trampas sabidas, llegue a permitir la recuperación de los capitales perdidos.
Un recuento parcial de las nuevas piezas en el escenario hace ver con menos simplismo lo que está sucediendo en Venezuela (el bosque y no solamente los árboles), donde los errores de un gobierno inestable y la convocatoria a unas elecciones constituyentes sin confiabilidad técnica (como tampoco fue confiable el plebiscito organizado por los opositores) han potenciado la capacidad interventora de la corriente de cetrería que se ha atrincherado en la Casa Blanca.
Trump, y sus estrategas de ultraderecha, están empeñados en ejercer un dominio continental pleno, golpeando y desbancando gobiernos que tengan tintes reales o diluidos de compromisos de izquierda, maximizando los problemas, las crisis y las confrontaciones internas de esos países seleccionados, y blandiendo con mayor descaro el carácter autoasignado de policía mundial, en particular, americano.
Y, mientras la administración peñista insiste en proclamarse defensora de derechos y libertades, adversa a crímenes y corrupción, y ahora repelente a fraudes electorales, todo en relación no a México sino a Venezuela, ¡hasta mañana!

Publicado por
Redacción Quintana Roo