Las Navidades serán felices en Moscú. Allí, los cánticos auspiciados por la Iglesia Ortodoxa –la menos evolucionista aunque Roma está dispuesta a imponerse en este renglón–, suenan fuerte al ritmo de los bailes estridentes, en todas sus modalidades y de acuerdo a cada región de las estepas, motivados por el vodka claro y la exaltación de Baco al igual que en los pueblos del occidente. Son ellos quienes, al fin, tras el finiquito de la Guerra Fría, digamos en 1989 cuando cayó el Muro de Berlín y la perestroika de Gorbachov, acaso ideada desde Washington, van recuperando espacios hasta situarse en el más alto nivel, como en el pasado, en un contexto minado por el espionaje, la cooptación de figuras relevantes y la expansión de las bandas criminales, la mafia sobre todo, hacia casi todo el orbe.
Si la Guerra Fría la ganó Estados Unidos, en apariencia, con los sucesos descritos y la pulverización de la Unión Soviética, en el mundo contemporáneo, sin duda, se reaniman las doctrinas del Tercer Reich unidas al modelo socialista que muchos creyeron vencido y sólo sobreviviente en la Cuba del extinto Fidel Castro Ruz. No es así, porque suele ocurrir que los sistemas –salvo el de México– se transforman y van adaptándose al devenir de los pueblos sea para amancebarlos o guiarlos hacia un destino sólidamente controlado.
Hay nieve en esta Navidad. Frío en las almas e incertidumbre hasta en la naturaleza porque la gran potencia del norte, desde enero 20, habrá de alejarse de los proyectos anticontaminantes, apenas esbozados por el maniatado Barack Obama cuyo futuro personal no es tan halagüeño como el de las mafias Bush y Clinton sobreprotegidas por los consorcios financieros… a los que pertenece, de lleno, el señor Trump, como miembro y no mero aliado en el poder; una diferencia, en verdad, sustantiva y altamente peligrosa.