En agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, aparecieron, enterrados y hacinados, setenta y tres cadáveres presuntamente de centroamericanos raptados; las pesquisas fueron tibias y dispersas e incluso se llegó a decir que quienes divulgaban tal información, entre ellos este columnista, no hacían otra cosa que ensuciar la imagen de México en el exterior. Hubo imbéciles, como el descastado ex gobernador de la entidad, Egidio Torre Cantú, quienes se sintieron infamados.
El 6 de abril de 2011, en el mismo municipio, aparecieron otros ¡193 cadáveres!, igualmente sepultados de manera clandestina y uno sobre otro en diversas fosas clandestinas. Pese a ello, por el maiceo del desenfrenado Torre Cantú, la nota fue “suavizada” por algunos medios convenencieros y corruptos, no por los periodistas serios e independientes. Allí estaba la respuesta al pretendido silencio impuesto por el primer caso contra toda lógica elemental y sin el menor sentido de justicia. Fue entonces cuando los mexicanos se horrorizaron y comenzaron a preguntarse la razón para tales atropellos.
Pues bien, hasta la fecha y ya pasaron más de cinco años de la primera evidencia de la barbarie, no se han encontrado culpables ni, mucho menos, autores intelectuales de los crímenes masivos. Estamos en el paraíso de los delincuentes y de los sicarios, cuyos territorios ni siquiera se discuten, mientras las entidades del país van convirtiéndose en narco-estados, el primero de ellos, precisamente, Tamaulipas, mientras duró bajo la égida del descastado Egidio quien con tal de acceder a la gubernatura, porque la demagogia priísta lo impuso luego de la oración fúnebre ante el cadáver de su hermano Rodolfo cuyo nombre fue el que apareció en las boletas días después, con un abstencionismo de más del ochenta por cierto y un temor rebosante en cada rostro infamado.