La desigualdad en México ha sido un fenómeno complejo y multifuncional que se relaciona y se retroalimenta a partir del género y del lugar de residencia ya que en 20 años la pobreza de ingresos se ha mantenido prácticamente en los mismos niveles al pasar de un 53.1% en 1992 a 51.6 % en el año 2012, una reducción de menos de dos puntos porcentuales que significa en términos absolutos que existe en la actualidad 14.5 millones de personas pobres más que al iniciar la década de los noventa.
En el año 2015 una medición del CONEVAL señalaba que existían 60.6 millones de mexicanos viviendo en condiciones de pobreza y que en otro realizado el pasado año por OXFAM-México mostraba, que en las últimas dos décadas el crecimiento promedio del PIB se había ubicado en alrededor de un 1.5% anual, que en contraste la fortuna de las 16 familias más ricas del país se había multiplicado por cinco.
Otro dato encontrado en 2 estudios más señalaban que hoy el 1% más rico de la población se está quedando con la quinta parte del total de la riqueza nacional o sea el (21%).
Si esto resulta inaceptable, agreguemos que si se está considerando al 10% de la población con más ingresos, el porcentaje se volvería de 64.4%, que es el porcentaje de la población nacional que hoy se está quedando con dos terceras partes de la riqueza generada, mientras que el 90% restante vive con el 35% de los recursos disponibles donde la riqueza de los cuatro multimillonarios con mayores fortunas en México equivalen al 9% del Producto Interno Bruto nacional; realidad inaudita si consideramos que hasta el año 2002 la riqueza de esas cuatro familias equivalía al 2% del PIB.
Otro tipo de desigualdad no menos importante y que el mandato social entre las sociedades de nuestro país ha construido, es el “muro de la discriminación ética y estructural” subsistiendo y permaneciendo fuertemente arraigado, al comportamiento y organización de las sociedades que lo implican, con actos que suscitan contra de la dignidad humana y consentidos por normas legales y políticas, o con actitudes culturales de los sectores público y privado que han generado las desventajas y privilegios comparativos para todos ellos.
Si queremos derribar entonces estos muros, habrá que recordarle al estado que es su responsabilidad llevar a cabo acciones que erradiquen las desigualdades con políticas públicas que promuevan la creación jurídica, política, social y cultural de un Sistema Nacional que garantice los Derechos Humanos con perspectiva de género que cambie esta realidad inequitativa.