Las redes sociales son un reflejo de nuestra sociedad. Twitter y Facebook han socializado nuestras miserias, pero resulta osado culparles de la pérdida de credibilidad del periodismo.
Primero porque aún es discutible que estos canales puedan considerarse medios de comunicación, es cierto que han roto el monopolio de la información de los medios tradicionales, pero no filtran, ni jerarquizan, ni interpretan los hechos.
Y, segundo, porque la mayor amenaza para el periodismo no procede de los nuevos soportes, sino de quien lo degrada desde tribunas aparentemente serias.
Basta con navegar un rato entre las actualizaciones de Facebook o Twitter para constatar que muchas de las noticias que solemos compartir en redes sociales no están verificadas, vienen de portales nuevos, tienen títulos escandalosos o tienen fotografiadas alteradas. Y, sin embargo, seguimos compartiendo sin revisar si la información está verificada o, al menos, pudiera ser real.
Todos los días nos llegan cientos de publicaciones que nos hablan de cómo subieron los precios del transporte, de las miles de propiedades que tiene un funcionario, de los descubrimientos que muestran que al planeta le quedan dos horas de vida o de accidentes o tragedias en la ciudad.
Tales publicaciones serían muy inocentes o inofensivas si no fuera porque son parte fundamental del tráfico de noticias digitales que alimentan constantemente a las redes sociales y al propio internet, y que ayudan a formar a la opinión pública.
El verdadero problema es que ni Google ni Facebook, y mucho menos los autores de estos blogs y sitios espurios, se hacen cargo de lo que consume la audiencia. Mientras que en perfil tenemos responsabilidad legal por lo que escribimos, aparte de un pacto con nuestros lectores y anunciantes, en el web vale todo porque el anonimato es rey. Siempre existirán las fake news, también están los hackers, trolls, servicios de inteligencia, y todo tipo de actores que buscan manipular.
La batalla la tenemos que dar los medios de comunicación, los anunciantes, las plataformas tecnológicas, y, más que nada, los usuarios de la web que cada vez más dependen de ella. No inquieta el desafío tecnológico ni la espectacular facturación publicitaria de Facebook.
Preocupa la precariedad laboral, que conduce inexorablemente a la pérdida de calidad en la producción periodística; y la obsesión por el ‘clic’ y el número de visitas en las ediciones digitales.
Preocupa el deterioro de Televisión y el sensacionalismo que lleva a confundir un mensaje de WhatsApp con una noticia contrastada y contextualizada. Y, sobre todo, preocupa que las soflamas de predicadores disfrazados de líderes de opinión encuentren un eco mayor que los análisis sosegados o las crónicas de la nueva hornada de reporteros.