Cuando decidí hacer esta nota, columna o reseña no tenía claro el enfoque que quería darle y simplemente las palabras comenzaron a fluir a partir de la pregunta ¿Y cómo explicar lo que está pasando? Chetumal es un rincón de la patria tan al sur que se ha comentado que más parece una ciudad de Centroamérica o el Caribe que de México; protegida por su selva, situación que es muy conveniente para que no se descubra la felicidad y tranquilidad con la que viven sus habitantes a las puertas del paraíso y en torno a sus obligaciones de servidores públicos o con un trabajo que en la mayor parte sobrevive de la prestación de servicios al mismo gobierno. No es una ciudad ni peligrosa ni contaminada para ser fronteriza, la libertad y tranquilidad con la que se vive da la sensación de que en Chetumal nunca pasa nada, cuando pasa mucho. Por años se ha subestimado la grandeza de esta ciudad capital. Si, ciudad capital y no porque le hayan regalado ese privilegio sino por haberlo ganado por derecho propio al haberse establecido en zona inhóspita de manglares que fueron rellenados gradualmente y que los hoyos en la zona baja nos lo recuerdan a diario; por haber sobrevivido a situaciones naturales como brotes de enfermedades del trópico como el paludismo, así como de devastadores y dolorosos huracanes, y por esperar con paciencia como la madre que dio a luz a Quintana Roo como Estado y donde de manera desinteresada ha sabido esperar a ser atendida después de ver crecer y florecer a sus hijos resultado de su celo, planes y esperanzas. Se ha pensado con ignorancia y soberbia histórica que Chetumal no merece nada por diversas razones, todos argumentos imberbes que se han desechado, pero sobre todo por su aparente pasividad y de ahí que me decidiera a compartir estas líneas con ustedes: no es posible olvidar el profundo protagonismo que como en otros momentos históricos este mes ha tenido Chetumal y al que de manera particular denomino: el despertar de la dama dormida.